domingo, 30 de enero de 2011

Delhi


Delhi es una ciudad enorme. Vista desde el aire -desde google maps- parece una tela de araña de calles y avenidas que cuelgan por el lado oeste de un río – el Yamuna-, una maraña de intrincadas arterias entre las que crecen las casas casas en la que apenas se puede distinguir entre el gris de las edificaciones y el gris de la explanada semidesértica en la que está insertada. Delhi, la gran capital, una de las urbes más grandes del planeta Tierra, con sus 15 millones y pico de habitantes, la imaginaba una de esas ciudades asfixiantemente urbanas en las que no quiero estar... hasta que empecé a conocerla. Porque Delhi es en realidad tan grande, o tan pequeña, como la vida que quieras llevar.

En mi caso Delhi empieza en una pequeña vivienda. La construcción, de tres pisos (dos más la planta de abajo), blanca y con varias terrazas, patios, escaleras y cuartos, tanto por fuera como por dentro me recuerda a una de esas casas que se alquilaban cuando éramos niños, uno de esos lugares a los que nuestros padres, abuelos y tíos nos llevaban de pequeños para pasar los 3 meses de verano y en los que transcurríamos las vacaciones entre juegos y mañanas de playa, en las que el silencio del calor insoportable de las siestas después del almuerzo era sólo disturbado por los chirridos inagotables de los grillos y por las olas del mar batiendo contra las rocas, y en las que las noches llenas de estrellas terminaban con conversaciones a media voz sentados en las terrazas. Esta casa me recuerda a aquello, si no fuera porque estoy en India.

La casa da a una calle estrecha hecha de cemento y arena. Los edificios altos que tiene a los lados acentúan una sensación de calle pequeña y estrecha y aumentan la impresión de que es una vía de poca importancia. En efecto, se trata de una calleja por la que apenas circulan personas y en la que en realidad no hay nada importante salvo un pequeño parque ovalado y un tenderete con techo de madera sostenido por cuatro palos en la que un hombre de unos cuarenta años regenta un sencillo negocio de lavado y planchado de ropa como tantos otros hay por todos lados. Cuando me aburro lo observo cómo enciende un fueguecillo que degenera en brasas en las que calienta una plancha enorme, de hierro, como las antiguas, que más que una plancha me parece un yunque, con la que quita las arrugas a la ropa y con la que le da su forma doblada.

La calle, si giro a la izquierda, da una gran avenida de la que luego hablaré, y a la derecha a una vía que no es tan grande como la avenida pero sí mucho más importante que a la que da mi edificio. En ella ya se ve un buen trajín, si no de coches, sí de personas, y es que por ahí se vislumbra una zona de mercado grande que hay en mi barrio. La calle está repleta de tienduchas de todos los tipos, casi todas más bien pequeñas, desde kioscos de chucherías, chai (té) y galletas hasta negocios de repuestos de coches, pasando por un sanatorio de dolores de huesos en los que se cura con yoga, tiendas de aparatos eléctricos y electrónicos y tres restaurantes de comida típica de aquí en los que compro bastante a menudo y en los que empiezan a sonreírme cuando me ven porque ya me conocen. Uno de ellos es de comida punjabi, o sea, de la región del Punjab, que no sé bien dónde está pero que suelen cocinar guisos de dal (legumbres), arroz, roti y naan y chapanta -tres tipos de pan aplastado- y otras cosas muy baratas. Otro es de los de “Pure veg.”, es decir, vegetariano, pero aquí está llevado a un cierto extremo porque no utilizan ni huevos, cosas de los hindúes, aunque sí cocinan ese queso, el único propio de India, que se llama Paneer y que ahí hacen como si fueran pinchitos, con especias, pimiento y cebolla y que realmente está buenísimo. Y el último es de parrilla de pollo pero nunca pido allí nada porque me dicen que no sienta bien.

Al lado de los restaurantes empieza la vía principal del mercado de Lajpat Nagar. Nagar, si lo he comprendido bien, significa “aglomeración”, entendido como “sitio en donde vive la gente”, y Lajpat imagino que será su nombre. Así pues, vivo en la Aglomeración de Lajpat, famoso por el mercado al que se llega recorriendo esta vía, una calle ancha y muy larga, también de cemento y arena, en la que hay unas tiendas más grandes y señoriales, es decir, de estilo europeo, y en la que se pueden comprar muchas cosas de las que en Occidente diríamos normales pero que aquí son de un nivel elevado: ropa de levis, zapatos de adidas, pantalones sin marca pero de estilo moderno, algunas tiendas de sarees (bastante cutres, por cierto), tecnología y teléfonos móviles y varios negocios de joyas. Caminando por esta avenida, o como quiera se llame, se llega al corazón del mercado, una especie de zoco repleto de tenderetes de ropa y de artículos de la vida diaria que discurre entre perfumes del frito y las especias de por la mañana y de los vapores de incienso, cardamomo y menta de cuando el sol empieza a caer, y en el que los sábados y los domingos en los que me doy un paseo para descubrir algún restaurante nuevo donde almorzar se me hace extenuante pasear de la cantidad coches, motos, rishaws y por supuesto gente que se agolpa con afán de compra.

Por las tardes Delhi se me hace más grande. En vez de girar a la derecha justo al salir de mi casa lo que hago es doblar a la izquierda y enfilar hacia esa gran avenida, esa arteria tremenda de tres carriles por sentido de las muchas que atraviesa Delhi formando la tela de araña de la que hablaba al principio y cuyo aluvión de vehículos circula con velocidad que tener que cruzarla da miedo. Por supuesto que yo no la cruzo, sino que la bordeo andando por una vía de servicio, o su equivalente hindú, al lado de la cual se afanan hombres y mujeres, ellas vestidas con sarees, ellos con ropas de calle, en realizar una obra a la que no encuentro el sentido consistente en romper piedras, allanar y hacer agujeros, trasladar materiales de sitio y empolvar un poco más el ambiente, donde unos niños juegan con las piedras y la arena, los hijos de los obreros, y que me lleva hasta la entrada del metro, una escalera empinada que asciende hasta lo que serían dos pisos. El metro por donde yo vivo consiste en una gran viga alzada por encima de la avenida y sostenida por unas columnas cilíndricas de hormigón armado. El aspecto recto y elevado, imponente y efectista, da un toque como de moderno, como de un futurismo de cine, contrastando con la realidad descuidada, con los coches viejos y sucios, con los ropajes dejados de muchos de los habitantes, con el polvo y la arena y las piedras y los niños jugando entre ellas.

El metro, todo hay que decirlo, es de una eficiencia impecable, y en menos de 5 minutos me lleva hasta otro lugar llamado Kailash Colony que es donde se encuentra el chalet que sirve de centro de yoga. La zona casi no la conozco, pero sólo por las dos calles que recorro cada día y en la que se ven hoteles, apartamentos muy grandes y centros médicos caros hace una idea de cómo es. Pues allí, en el centro de una calle secundara de ese barrio tan “pijo” se encuentra donde voy las tardes, y agarraos cuando leáis el nombre: el Sivananda Yoga Vedanta Nataraja Center, que no es más (ni menos) que un centro de yoga, uno de los mejores, al menos así me parece, llevado por gente humilde de apariencia occidental y donde me reúno con gente un poco de todos los lados a practicar eso, el yoga, y del que vuelvo caída la tarde y con el sol escondido y con las luces de farola y de coches que vuelven a casa.

Pero cuando se me alarga Delhi suele ser el fin de semana. Entonces es cuando la hago más grande, más amplia e interesante. Entonces es cuando el metro me lleva a sitios distantes, a lugares que no conozco, a barullos incomprensibles con colores que nunca he visto. Entonces es cuando cojo un autorishaw que me lleva por esas avenidas grandes, por esas arterias enormes, sintiendo ese aire en la cara que cambia entre frío y caliente, sintiendo esos ruidos de pitos que sólo se apagan de noche, y entonces es cuando veo esa Delhi cambiante, esa Delhi de espacios abiertos, de edificios altos y bajos, de explanadas vacías de solares y mercados llenos de gente, de parques con niños jugando y con ardillas y pájaros y de plazas tan aglomeradas que sólo cruzarlas marean. Esa Delhi multi urbana y a la vez amplia y tranquila, esa Delhi que tiene de todo pero que a la vez que no agobia, esa Delhi de 15 millones de personas que es a la vez gran ciudad y a la vez pequeño pueblo, donde cada barrio es un mundo y donde el mundo lo es todo, tu casa, tu calle, tu zona y todo lo que la rodea. Y es que Delhi, como gran ciudad, tiene de todo, variado e interesante donde poder elegir: teatros, museos, conciertos, espectáculos, mercados, cafeterías, tiendas o restaurantes. Pero, a la vez, estando en India, el urbanismo es difuso, racionalmente caótico, y eso hace que no agobie, que lo sientas que respiras.

Porque Delhi es a la vez muchas cosas, pero en realidad son pocas: depende de lo que elijas.

2 comentarios:

  1. vaya! por fina aparece publicado un comentario, que de todos los que te hago no aparecía ninguno. no se si te llegarán a tu cuenta de gmail.

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