viernes, 21 de enero de 2011

Desayunando en la calle


“¡Ah, qué maravilla! ¡Qué buen día, qué soleado! Hoy, desayuno en la calle. Además, son casi las 11 y aún no he comido nada, así que lo que hago es hacerme un buen desayuno-almuerzo y ya no como hasta la cena”.

Eso me dije hace unos días cuando trabajaba sentado en el balcón de mi casa y veía cómo la gente se arrejuntaba en un puesto de comida recién hecha, un carrito viejo y cutre de los que hay por todos lados en los que se fríen cosas y te las dan de comer. Así que salí de casa y empecé a darme un paseo.

La calle estaba repleta, como siempre por la mañana, y decidí que el destino me guiara por donde quisiera. Me paré a comprar verdura, un manojo de menta fresca que cuando más tarde la usé resultó que no olía a nada, un buen mazo de espinacas que cuando me dispuse a lavarla estaba como una patena y no tenía ni pica de tierra, un poco de zanahoras que aquí son rojas y enormes, y si no recuerdo mal un puñado guisantes que aquí los venden en sus vainas. Seguí caminando tranquilo disfrutando del buen día cuando me fijé en un puesto que vendía comida hecha. Me acerqué con mucho cuidado observando los detalles porque lo que menos me gusta es que me tomen por guiri, sí, ya lo sé, es imposible, pero si les miras bien y les imitas en todo al final parece que llevas en India un buen trozo de tu vida.

El puesto era otro carrito de esos cutres y viejos en los que fríen cosas regentado por dos chavales que no llegaban a 18 años. Tenía expuesto sus fritos: una especie de pan redondo, aplastado y esponjoso, cuyo color marrón claro delataba a la fritura, y unos triángolos isósceles, cubiertos de rebozado, que parecían como sandwiches y que estaban también fritos.

Sólo había un comensal, que con ponía cara seria cada vez que inroducía una cuchara de plástico en un platito pequeño y se llevaba a la boca una especie de salsa espesa de color amarillo albero que relucía con el sol como el suelo de la maestranza. Señalé con el dedo apropiado aquel pan frito y esponjoso y pregunté “¿cuánto cuesta?”. El chaval no pareció entenderme y se me quedó mirando hasta que le dio por decirle al señor de la cuchara algo que no entendí pero que imagino sería “¿qué es lo que me está diciendo?”. El señor le respondió, en hindi, por descontado, y el chaval pareció entenderle, porque dijo “son 10 rupias”. Sorprendido por el precio -menos de 1/6 de €- le dije que quería probarlo. Mi cara fue de sorpresa cuando en vez del pan ansiado cogió un platito pequeño, lo llenó de salsa amarilla y me lo dio con las manos. Yo lo cogí con las mías, y entonces ocurrió esa cosa que suele ocurrir en la India que es que pides una cosa y te dan otra contraria y tardas un segundo y medio en pensar “¿qué está pasando?”, y el tiempo se te dilata e incluso parece pararse y el cielo se te echa encima y te da por temblar del pánico porque no entiendes lo que está pasando. En ese segundo y medio mi cara de tonto decía “¿Qué habré hecho mal? ¿Qué habrá entendido? ¡Yo quiero el pan!”, aunque el segundo siguiente lo que pensé fue algo así como “qué platito tan curioso” porque estaba hecho de hojas secas y recubierto por dentro de algo como papel de aluminio. En el tiempo que pasaba en pensar esto que digo el chaval cogió con sus manos dos panes de los redondos y los alargó hacia mí. “¿Cómo?”, dije mientras los cogía, a lo que siguió un “¿es posible, todo esto, por el precio de 10 rupias?”, y lo último que pené fue “vaaaaale, ahora lo entiendo, el pan se moja en la salsa”.

En estas que me dio por comer, que, por cierto, para eso había ido, aunque, la verdad sea dicha, en la India cualquier momento es bueno para hacer el guiri. Porque tener equilibrio con las bolsas de la compra, con un platito de salsa, con dos panes recién hechos y que me estaban quemando y sólo teniendo dos manos, y además no quería mancharme, y, por supuesto, de pie, con coches y motos y gente pasándome por la espalda, no os creáis que cosa fácil. Y además porque el chaval no paraba de mirarme con esos ojos tan fijos con que te miran a veces. Vi que el comensal de al lado había dejado de lado el comer con la cuchara y se aventuraba en lo mismo, en lo que yo quería hacer, en lo de mojar el pan en la salsa amarillo albero y alimentarse con ello, sólo que su experiencia india, el conocer el ambiente, el saberse seguro en él y los años haciendo lo mismo, y, por qué no decirlo, su par de dedos de frente, le hicieron coger con la mano izquierda el plato y con la derecha el pan, de forma y manera que así era mucho más sencillo y además no se manchaba.

Como soy de los que piensa “donde fueres haz lo que vieres” y como el chaval del puestecito empezaba a sonreírse ante tamaño ejemplo de ineptitud declarada decidí apretarme los machos y tomar las riendas de aquello. Primero apoyé el platito con sus panes en el carrito, cuidado que los dos panes no cayeran en el suelo. Luego dejé las bolsas suavemente sobre el suelo. Luego, cogí el platito, y, ahora sí, con la mano libre pude empezar a comer. La salsa estaba exquisita, una mezcla deliciosa de lentejas y patatas, caliente y algo picante, con un aderezo de especias -cilantro, comino, mostaza, cúrcuma- y con cosas más flotando que no supe lo que eran. El pan era delicioso, de sabor, textura y grasas muy parecido a los churros, aunque la ausencia de azúcar y lo de mojarlo en salsa le daba un gusto distinto.. Me relajé cuando vi que el chaval dejó de mirarme y siguió con su trabajo. Él freía los panes redondos, y su compañero, más joven, cogía dos panes de molde, los untaba con una crema de color marrón oscuro, los unía haciendo un sandwich y los cortaba de pico a pico, cosa que, supuse, “a que seguro que luego se convierten en esos triangulitos rebozados que hay ahí al lado”. “Nota mental” me dije a mí mismo “otro día, los triangulitos”.

Terminé de comer aquello y tiré el plato en una caja dispuesta para tal uso. Cogí las bolsas del suelo y no dije adiós al marcharme, cosa que tengo aprendida porque no lo hacen los indios y cada vez que yo la hago se me quedan mirando dudando como pensando “qué guiri más raro” o “de dónde nos saldrá éste”. Paseé durante un buen rato hasta que vi otro carrito, pero estaba tan lleno de gente y que no tuve ganas de pararme. El siguiente que encontré me pareció adecuado, pues hacían unas bolitas que quería probar hacía tiempo. Esta vez sí me entendieron, “15 rupias 6 bolitas”, y esta vez cuando me dieron el platito con la salsa entendí qué estaba pasando. Las bolitas eran de patata, esponjosas y calientes, y la salsa era parecida a la del puesto de antes pero de un color más verde y bastante más picante. Me las comí en seguida, bocado mucho más ligero, rico, sí, aunque no tanto, y sin hacer mucho el indio me encaminé vuelta a casa.

Y allí saqué unas galletas, por aquello de comer postre.

Y esas fue una hora y media de desayuno-almuerzo de un día soleado en mi barrio. Si os pasáis por la India, por favor, hacedme caso, comed lo que os den en la calle sin pensar lo que os están poniendo y sin esperaros nada. Porque aquí nunca se sabe lo que te puede tocar. Y, la verdad, para qué comerse la cabeza, si (casi) todo está bueno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario