jueves, 13 de enero de 2011

La ciudad de la vida y la muerte.

- Conozco una mujer que vino a Varanasi a esperar la muerte -dice el dueño, o lo que sea, del hotel en el que estamos-. Tardó 35 años en morirse. Murió a los 84 años.
Me quedo sin saber qué decirle.
- Tenéis que ir a ver los fuegos donde queman a los muertos – dice. Y me mira. Me mira esperando respuesta. Me mira con esa mirada tan fija, con esos ojos tan blancos, con esos iris marrones y ese ceño tan fruncido de color café con leche con el que miran los indios. Me mira y espera respuesta. Y yo no sé qué decirle.
- No sé si tengo ganas de verlo -creo que solté, más o menos.
- ¿Por qué no? Es una cosa bonita -dice. Y se va.
Ir a la orilla del Ganges a ver donde queman los muertos. Trago saliva. No he visto un muerto en mi vida, y aquí no sólo me dicen que vaya a ver cómo los queman sino que encima aeguran que es una cosa bonita. Así. Y luego se van, tan tranquilo.
Si hay una cosa que me molesta que me noten turista. Sí, ya lo sé, es imposible. Con mi piel blanca, mi mochila en la espalda, mi cámara de fotos al cuello, mis andares europeos y mis pintas de hippie-pijo-ingeniero-artista-alternativo-adinerado. A ver cómo no se me nota. Pero no me gusta. Me gustaba en Roma, cuando la gente podía imaginar que quizá era italiano. Cuando podía mezclarme con la muchedumbre y nadie sabía quién era, si era de aquí o si era de allí, si era un turista o si no. Pero en India, es imposible. Por eso me desconcierta. ¿Me habrá tomado por un turista? ¿De esos de los normales? ¿De los de gorra o sombrero, camisa de colorines, pantalón corto de safari y chanclas con calcetines? ¿De los de ir a los sitios a ver cómo son de raros? ¿De los de correr, hacer fotos, reírse de sus costumbres y cenar en el macdonalds? ¿De esos que en cierta forma odio, detesto, abdico y reniego, pero que en el fondo y aunque me pese es lo que en realidad soy yo? ¿Ir al Ganges a ver quemar a los muertos? ¿Pero qué es eso? ¿La enésima atracción turística del show del circo de India? Mañana veremos.

Día siguiente, después del desayuno. Puerta del hotel.
- Varanasi es una ciudad complicada. -dice el mismo tipo de ayer-. Las calles del centro antiguo son un laberinto. Para que no os perdáis, este amigo os va a llevar hasta el Ganges. Así no os perdéis.
- No hace falta, ya preguntamos -dice uno de nosotros.
- No -sentencia, muy seriamente, cerrando los ojos, moviendo la cabeza hacia un lado, con esa expresión tan hindú de “no os preocupéis por nada” o “esto es así y así es”-. Cortesía del hotel.
- Vale, pues muchas gracias -creo que digo, sin saber qué decir.
El amigo. Un tipo gordo, rechoncho, piel morena, unos 40 años. Cara redonda y dientes oscuros por esa cosa tan rara que mastican los indios y que escupen que da asco. Al menos sabe algo de inglés. Empezamos a andar.
- ¿A éste hay que pagarle? -pregunta Elena, que llegó al final y no se enteró de nada.
- El tío del hotel dice que es cortesía -le respondo.
- ¿Y eso qué significa? - me dice.
- Y yo qué sé -respondo- Estamos en la India, todo es posible.
- No me gusta. Mira qué cara tiene.
- ¿Y qué quieres que le haga, le digo que se vaya?
- Yo no le doy más de 10 rupias -me dice.
- Pues vale.
Caminamos. Las calles, la verdad, son laberínticas. Busco una referencia para cuando estemos solos pero lo único en lo que me fijo es una vaca que pasa de mí. Esquinas, vueltas y recovecos. Paredes blancas y suelo de piedra. Barrio de Santa Cruz (más o menos). Frío, o más bien, humedad. Llegamos a un ghat.
- Éstas son las escaleras -dice el tipo-. Se llaman Ghat. Son las escaleras que llevan al Ganges. En esta época el río está bajo, pero con el monzón sube muchísimo. Fijáos, en esa pared -una señal, una raya- hasta ahí llegó el agua en el año 1978 -es verdad, está escrito el año. Miro hacia abajo, increíble. Habrá como 10 metros de altura hasta donde está ahora el...
...el Ganges. Lo contemplo y me emociono un poco, pero no dura mucho. Está sucio, es marron, de un color a café muy espeso. Como, por cierto, las escaleras, los edifios, los indios, todo. Creo que no me gusta. Cuando atardezca, como habréis leído, empezará a gustarme. Esta mañana aún estoy en estado de shock.
- Conozco una mujer que vino a Varanasi a esperar la muerte. Tardó 35 años en morirse. Murió a los 84 años.
Esta historia creo que me suena. Es lo malo de ser turista.
- Mi abuela tardó más tiempo. Me trajo aquí cuando yo tenía 12 años para que la acompañara a morirse. Murió a los 105 años. Y aquí me quedé.
Me quedo con la boca abierta.
- Te gustó Varanasi -pregunto.
- Me gusta. Es una ciudad tranquila.
Caminamos. El Ganges sigue su curso, suave. A un lado, montañas de leña altas como dos personas. Paramos junto a una construcción de piedra.
- Éste es el crematorio eléctrico -la señala-. Aquí se incineran los pobres, la gente que no tiene dinero para pagar la leña. Claro que no es lo mismo, para conseguir la liberación hay que quemarse con la madera adecuada. Allí -señala al frente-, al borde del río, es donde se quema con leña.
Nos acercamos. Hay como un mirador, con una varandilla oxidada. Debajo, a unos 3 metros, la pila de leña. Encima, un muerto. Es la primera vez que veo un muerto. Un cadáver de verdad.
- Ése murió hace unos días. Creo que tuvo una enfermedad.
Yo no paro de mirar al muerto.
- Aquí no se puede hacer fotos -dice en voz alta- pero -se me acerca al oído- si pones la cámara y no miras el visor y te haces un poco el tonto puedes hacerlas.
El cadáver es una mujer. Está encima de una pila de leña alta como lo era ella misma. Está vestida y pintada y tiene incluso pendientes.
- Hay que quemarlos como murieron, con todas sus cosas. Después, las cenizas se limpian en el agua. Si el brahman encuentra algo, anillos, pulseras, joyas, tiene derecho a quedárselo y puede hacer lo que quiera, incluso venderlo. Es suyo. La familia no puede reclamar nada.
- ¿Ése es su pago por incinerarla? -pregunto.
- No, al brahman se le paga. Pero si encuentra cosas cuando limpia las cenizas, esas cosas ya no son del muerto. Ni tampoco de la familia.
Ponen más leña sobre el cadáver. Le echan una cosa encima, como una crema blancuzca.
- Eso que echan es ghee. El ghee es mantequilla clarificada. Se usa también para hacer comida.
- Es para que queme bien -dice Elena, que está a mi lado.
A mi derecha llega un grupo de personas. Parece que llevan algo envuelto en una especie de sábana de filos dorados, de un tejido vaporoso y blanco, con hilos de varios colores. Por un lado asoma una pierna.
- Ése de ahí es otro muerto. La pila de leña que veis -señala más a la derecha- es para él.
Cojo la cámara y me hago el tonto. Hago como que la estoy limpiando. La coloco en posición y dispro, una, dos, tres, más veces. Suena demasiado. Alguien me mira, la guardo.
Observo cómo se desarrolla la escena. La mujer de antes está ahora cubierta de esa crema que se llama ghee, y empiezan a ponerle aún más leña por encima. Un tío gordo que estaba a mi lado se está cambiando de ropa. Su cabeza rapada y una especie de cuerda que le cruza el tronco y la espalda le delata: es un brahman. En el otro lado, al recién llegado lo están desnudando. Le untan el mismo ghee por todo el cuerpo.
- Ése que está llegando es su hijo. Es el que va a incinerarlo.
El hijo es un muchacho joven, no pasará de 20 años. Delgado, como su padre, que, por cierto, parece también joven. Me fijo en las caras, no hay lágrimas.
- Aquí no puede haber mujeres. Las mujeres y los niños son demasiado sensibles. Ellos no vienen aquí.
En efecto, las únicas señoras que veo son unas pocas turistas.
A mi izquierda el cuerpo de la mujer muerta está totalmente cubierto de madera. El brahman está a su lado, nada serio, casi parece que bromea con alguien mientras mete unas ramitas pequeñas, una especie de paja, por los recovecos de donde está la leña. A mi derecha, el hombre ya ha sido colocado sobre la pila de leña.
- Ésa no es madera suficiente. Ese hombre no va a arder bien.
- ¿Por qué no ponen más? -pregunta alguien.
- Posiblemente, no tienen dinero suficiente. Aún así, prefieren incinerarlo aquí que no en el edificio de antes. No quieren estar con los pobres.
Saco de nuevo la cámara e intento hacer alguna foto. La gente me deja tranquilo. Las fotos no salen bien, es lo que tiene no mirar por el visor, no enfocar, no poner zoom. A mi izquierda empiezo a ver humo. El brahman está haciendo el fuego. A mi derecha alguien le explica al chaval cómo tiene que echar una cosa, un líquido, sobre su padre.
“En la India la muerte no es mala” recuerdo las palabras del dueño, o lo que fuese, del hotel que nos hospeda. Desde luego que lo parece: aquí nadie parece triste. Más bien, es algo normal. Hago fotos a mi alrededor, de espaldas a los dos cadáveres.
- En la India puedes hacer las fotos que quieras. Sólo tienes que respetar los muertos, y a lo mejor, a ésos -me señala un “intocable”, uno de la casta baja-. Ésos muchas veces no quieren salir en las fotos.
Me da igual, yo se la hago. Observo todo. La visión, la tranquilidad, la normalidad cotidiana. Veo a la gente india que se detiene a mirar, tan normal. “Varanasi es una ciudad turística, turistas de todos los sitios, de fuera, y también de la India”. Estoy en medio de India, esto es algo muy normal, la muerte no es como yo me temía un espectáculo para occidentales y asiáticos del lejano este. Observo la gente paear, gente de todos los sitios. Todo parece normal.
Empiezo a oler a barbacoa. La primera pila, la de mi izquierda, está ardiendo por debajo. Me señalan un templete un poco más hacia arriba.
- Ese templo tiene un fuego más antiguo que Varanasi. Dicen que lo encendió Shiva. Si tienes dinero para pagarlo, es el mejor fuego para incinerarte. Lo controlan los intocables. No son pobres, son una mafia. Son los que venden la leña y los que te dan el fuego. Bueno, yo me voy -nos dice-. Si queréis algo más me llamáis.
Nos saluda y se va tan tranquilo. De pedir dinero, nada.
- ¿Qué hacemos? -pregunta alguien-. ¿Damos un paseo?
- Vale.
Empezamos a caminar el Ganges, dejando atrás dos cadáveres. Uno ya se está quemando, el otro empezará en breve. No me vuelvo cuando empieza a oler a carne quemada. Varanasi, la ciudad de Shiva. Donde viene la gente a morir. La muerte es algo normal en la India. Aquí nadie llora. Nadie se conmueve.  


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