miércoles, 19 de enero de 2011

Primeras impresiones de Delhi (y de Kolkata)

CAOS:
1. Estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos.
2. Confusión, desorden.
3. Comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos.

“Y, de repente, el CAOS”. Así, con estas palabras, escritas de prisa y con mala letra sobre un cuaderno de rayas. Así describía Alexander su primera visión de la India, cuando, imagino, atravesaba las avenidas atestadas de vehículos montado en un taxi, en Delhi. El CAOS, con mayúsculas, enfatizándolo mucho. Sin duda una buena manera de describir qué es la India. La India, pero no Delhi.

Mi primera impresión de Delhi fue una bastante distinta. Bajo del avión y me encuentro con algo que no esperaba: un edificio limpio, espacioso, ordenado, claro y eficiente. Un aeropuerto gigante de dimensiones titánicas, blanco, tremendo, con un volumen enorme, donde se tiene sensación de espacio, y decorado con gusto. Sin colas, sin recovecos, sin complicación ninguna, en el que se pasa el control de pasaportes con sólo esperar esperar 5 minutos, donde se puede orinar en un baño brillante y pulcro, donde preguntar a la gente no se convierte en un CAOS porque saben inglés y te entienden, son amables, sonríen, son simpáticos, donde las maletas llegan luego de una espera normal, ni muy larga ni muy corta, y donde hacer tu camino para encontrar lo que buscas es tan fácil como seguir las indicaciones. Un aeropuerto mejor que muchos de los europeos y desde luego a años luz del sucio y cochambroso aspecto del aeropuerto de Calcuta (o Kolkata, como se llama ahora), indigno de una ciudad tan grande, en el que aterricé la primera vez que vine a India, y donde tuve que esperar varias horas a que saliera otro vuelo con esa sensación nerviosa de no-me-enterando-de-nada y por-qué-mi-avión-no-sale.

Así que agarro el equipaje y me dirijo a la puerta. Con el miedo del turista, tener todo controlado, cuidado que no me roben, a ver quién es el que se me acerca, qué me pide, qué me hace. Sin embargo, otra sorpresa: me recibe una masa de gente tranquila, seria y bien vestida, que espera a la gente que espera, a familiares y amigos, o quizá a algún cliente, y para los que yo soy más más que uno más está llegando. Nada del calor sofocante ni del olor a humedad sudorosa de la gente amontonada en los bancos mientras espera. Nada de personas raras, de gente con ropas roídas, nada de seres extraños que me miran con cara rara y para los que soy solamente un par de billetes con patas, que fue mi impresión en Calcuta, aunque luego me di cuenta que mucho de lo que veía era mi miedo europeo.

Enfilo directo al mostrador “Prepaid taxi”, es decir, el taxi que pagas por anticipado para que no te engañen ni te lleven a donde no quieres ir. Allí sí que me toca hacer el tonto. El tío me pide 430, casi como dijo Elena, me fío y le suelo un billete de los de 500 rupias. “¿No tiene cambio?” me dice, “no, sólo eso”, “bueno pues yo tampoco tengo cambio”, y mira para otro lado. En ese segundo y medio en el que no entiendo nada y en el que no sé qué decir se acerca un cliente nuevo y me quita de donde estaba y cuando me quiero dar cuenta estoy andando a la calle pensando que he hecho el canelo. “Esta es la última”, pienso por dentro, y, bueno, así ha sido (casi).

Ya en la calle lo primero que respiro es ese olor como a azufre que llena el aire de India, al menos el de las ciudades y el de algunos sitios rurales. Ese olor que de repente me hace pensar a Calcuta, y a Konark, y a Bubhaneswar, y a Puri, incluso más, al malecón de La Habana, ese olor a “tercer mundo” de gasolina barata quemada por motores viejos que recorre medio mundo y que me perturba tanto, aunque al cabo de un par de semanas ocurrirá que ni lo noto.

Recuerdo lo que pasó en Kolkata. Allí, medio mareado, agotado por un viaje que duró 24 horas, asfixiado por el calor, angustiado, ansioso y confuso, con gente que me requería para que me llevara en taxi o para venderme algo, tuve que arrastrar las maletas por el camino que va de la terminal internacional a la de vuelos nacionales y que son 50 metros de piedras, polvo, arena, de baches y de salientes, de hierros tirados en el suelo, de alambradas oxidadas y muros con desconchones, de ruido de tráfico intenso y esos hombres y mujeres extraños vestidos con ropas roídas y de los que la impresión que tenía (obviamente equivocada) era que me miraba como quien ve un manojo de rupias. Esta vez no, llego a la zona de taxis, un tío amable y sonriente me recibe en plena calle y me ayuda a encontrar mi vehículo, y, ¡sorpresa! no pide dinero, ni siquiera unas monedas, sólo me pide el recibo de haber pagado ya el viaje y en el que viene ya escrito incluso el conductor del taxi.

El taxi en sí ya es más cutre, un vehículo años 70, mal pintado de amarillo y negro. Por segunda vez hago el tonto yéndome a sentar la izquierda, “no, the other side”, dice el chófer, claro, la dominación inglesa, aquí se conduce al revés. Me acomodo y enciende la máquina y me suelta “me, good driver, you relax?” así, para tranquilizarme, “yes, me relax”, le respondo, en ese inglés tan cutre al que tienes que retroceder a veces para que te entiendan. “Me good driver”, dice, “you sleep”, se lo sueña, que me voy a quedar dormido, y perderme el espectáculo de esa Delhi por la noche. Intento entablar una charla, “is it very far from here, the place we are going?” (¿está muy lejos de aquí el sitio al que vamos?), “me good driver, you sleep”, ah, vale, ya lo entiendo, el inglés, como los cangrejos.

“Y de repente, el... ORDEN”. Bueno, el orden hindú. La larguísima avenida de cuatro por cuatro carriles medianamente asfaltada y negra, sucia, polvorienta, pero, sí, bien ordenada, con su mediana en el medio, con sus luces y farolas, con sus coches que circulan casi siguiendo las reglas, casi en el centro de las líneas, donde nadie va en contra mano y donde no hay vacas ni perros, donde puedo imaginarme a Cristina y Alexander sufriendo en cada frenazo, curva o adelantamiento, donde el estruendo de pitos y viejos motores y escapes rechinaba en sus oídos, pero a mí esto parece otra cosa, tranquilidad, más o menos. Me relajo en el asiento y disfruto de la escena, de esta India tan moderna, de ese metro elevado, de esas luces nocturnas que están a medio camino entre una ciudad europea y un cataclismo de cine, de esos acelerones bruscos pero que me saben a gloria comparados con el CAOS que he vivido en otros sitios. Me relajo y me siento drogado y embriagado por las luces, por los colores nocturnos, por los coches y las motos y los rishaw que circulan, por la música del tráfico que discurre con fluidez, por los cambios de dirección ásperos e inesperados con los que me deleita mi chófer y también y por supuesto por el sueño y el cansancio, y por una sensación de “por fin me parece que he llegado”, y por sentirme seguro en un sitio en el que ya me creo que conozco las reglas.

Porque la India es difícil, es amorfa, indefinida, es errática e impredecible, es la confusión del cosmos. Es un sistema dinámico de fluidos en desorden, es el CAOS, sí, es el CAOS. Pero cuando ya la conoces te parece que es otra cosa, y si además esto es Delhi, la gran ciudad capital, entonces es otra cosa. Es la tranquilidad y la paz, es el orden del CAOS nocturno. Es una ciudad tan grande, tan poliédrica y amorfa que... buenas noches, mañana sigo.

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