martes, 11 de enero de 2011

Una ciudad como cualquier otra

Varanasi es una ciudad como cualquier otra de la India. Sus edificios son sucios, viejos y descuidados, bloques sencillos y antiguos que se vuelven enrevesados ante la cantidad de terrazas, patios, muros, columnas, azoteas, escaleras y ventanas, rejas de hierro oxidado, barandas despintadas de blanco, paredes agujereadas y vallas a medio terminar. Estructuras bajas e informes de rara vez más de tres plantas cuya irregular figura no se sabe si se debe al continuo paso del tiempo o a que en realidad nunca las construyeron del todo. Casas de cemento visto, algunas de ladrillo al aire, que recorren una gama entre el gris, el marrón y el bruno, salpicadas de fachadas que mantienen el recuerdo de haberse pintado hace tiempo de azulado, cetrino o rosa, y que en realidad sólo alguna conserva fresca esa memoria.


Las calles de Varanasi están llenas de templitos. No me refiero a los grandes, a los enormes santuarios con cúpulas y torreones, relieves y frescos preciosos, que por su puesto los hay, sino a la cantidad de altarcillos, humildes y pequeñitos, incrustados en los muros, entre las casas y tiendas, o en patios entre las calles, repletos de figurillas en su defecto de estampas de dioses multicolores con varias cabezas y brazos y adornados con guirnaldas de unas flores color naranja, redondas como claveles, y por otras flores falsas de plástico rojo y verde. Del techo de los templillos cuelgan unas campanitas pequeñas como ratones que la gente hace sonar al empezar una puja. A los pies de las figuras se colocan unas vasijas, como unos vasos de cobre, que están llenos de algún líquido, agua, leche, yogurt o coco, que no sé bien qué significan, y, a veces se coloca comida, arroz, chapati o algún dulce, que es lo que llaman prasat y que una vez bendecido se reparte entre la gente y, por supuesto, se come.

Los templitos se perfuman con sándalo incandescente o con barritas de incienso. Casi siempre se encienden de noche, o a lo sumo al caer la tarde, y a la explosión de colores se suma una nueva de olores, de forma que cada tres o cuatro pasos sientes una fragancia distinta: puedes pasar de los humos de un amasijo de coches, de la fea pestilencia, más de apariencia que de olores, de una montaña de caca, de las aglomeraciones de fritos, lentejas, mantequilla y pan a las embriagadoras esencias de los olores de incienso. La India está llena de olores, como lo está Varanasi, esa mezcla de tierra seca, de menta, cardamomo y especias, de té de leche y jengibre, de olor q sudor humano entre dulce, rancio y viejo, de comida recién hecha, y, sobre todo, de coche. Ese olor a coche viejo, a óxido, metal y cuero, a aceite industrial mal usado, y a gasolina quemada, una gasolina cutre, poco y mal refinada, que deja un regusto de azufre que impregna por donde vayas.
Las calles de Varanasi, como las de toda la India, son la mayoría de tierra, salvo las más principales que son las que están asfaltadas, pero de eso hace tanto tiempo que están llenas de agujeros, de socavones y baches. Una tierra que aquí es ocre, de un color a vainilla clara, un polvillo tan sutil que del trajín cotidiano se levanta y se te pega, lentamente y sin que te des cuenta, en la ropa, en la piel, en la nariz y garganta, en el pelo y los zapatos, y que poco a poco te ensucia sin conseguirlo del todo.

Pero si algo tiene India, y, claro está, Varanasi, es gente por todas partes. Una masa de personas que hierven de movimiento. Un pulular incesante, un trajín impresionante de personas, coches, bicis, de motos y taxis, de eso que llaman rishaw que son unas bicicletas que tienen detrás dos ruedas que sostienen un asiento en el que se sienta la gente, y esa variante moderna que en realidad es lo mismo pero con el motor de una moto y que se llaman autorishaw. Unas calles atestadas cuando las ves de lejos parecen una marabunta de hormiguitas de colores, de ruidos, de motores, de gritos y de bendiciones. Y, sobre todo, pitidos. Porque aquí siempre se pita, no para mostrar enfado ni para reconvenir a nadie sino para decir “estoy cerca, y como nos descuidemos un poco a lo mejor nos chocamos”. Pitan para delatar su presencia, como lo hacen los pájaros. Y como siempre están cerca de otro coche u otra persona, pues están siempre pitando.

En este hervidero increíble se mezcla todo tipo de seres. Se mezclan ricos y pobres, comerciantes y mendigos, gitanos, brahamanes, renunciantes y normales, personas bajas y altas, y todos parecen iguales. Se mezclan incluso animales, en una masa caótica en la que nada parece importante. Las vacas van a lo suyo, pasean, mastican, se paran, rebuscan, entre los bidones, desperdicios de verdura. Los perros no son distintos, salvo porque son más chicos, más humildes y más ruidosos, saltan, corren, gruñen y ladran, se acercan a las personas poniendo cara de pena y se enroscan en el suelo a la hora de echar una siesta. Los monos son los más listos, porque viven en las ramas. Bajan de vez en cuando para observar desde el suelo y luego, dando dos saltos, vuelven por donde vinieron, a seguir con sus monadas. Y los hombres y las mujeres son en realidad lo mismo que el resto de animales. Sí, son distintos, comercian, hablan, cocinan, gesticulan y otras cosas, van vestidos en vez de desnudos y a veces quizá incluso piensan, pero en realidad es lo mismo, sus vidas son muy parecidas, viven sin pensarlo mucho, viven sencillamente viviendo, sin disfrutar y sin penas, una vida tan normal que a nosotros desconcierta. Aquí se comprende fácil por qué creen en la reencarnación: ayer fuiste vaca y muy bien, antes de ayer, mono o perro, hoy te toca ser persona y mañana no sabemos, pero en realidad poco importa. La vida de un indio, de un perro, un mono o una vaca en realidad son la misma. Como decía un famoso, “el problema de la India es que nunca hay ningún problema”.

Y otra cosa de la India es el comercio incesante. Hay tiendas en los palacios, en los templos y en las casas. Hay tenderetes formados por dos palos y una lona, hay quien se planta con un saco lleno de pan de lentejas, quien prepara tortillas y fritos en unas sartenes enormes, quien se pasea con un hornillo y te hace en un momento un chai -té-, quien hace zumo exprimiendo larguísimas cañas de azucar o moliendo y echando agua en todo tipo de frutas, quien mezcla yogurt y azúcar y hace un lassi en un momento, quien tiene su tienda exclusiva de joyas, de sarees de seda, de lanas, de plata y de oro, quien vende tecnología en forma de cedés de música, móviles u ordenadores, quien tiene una farmacia en la que vende de todo, incluidos refrescos y dulces, quien por la noche calienta patatas dulces al horno y las recubre de masala o quien vende cacahuetes calentitos como castañas...

Y, luego, sin darte cuenta, te vas alejando del ruido. Te metes en callejuelas estrechas, húmedas y viejas. Notas que ahora el suelo está hecho de adoquines y que tus pasos resuenan entre las paredes altas. Te alejas y vas entrando en un laberinto de calles encaladas, blancas, pintadas con unas letras que no sabes si hindi o sánscrito, unas paredes que parecen más antiguas que las otras. Te aturde que aquí no hay ruido, te sientes raro ante la presencia de alguna vaca o de un perro que pasean solitarios. Casi te da miedo cuando doblas una esquina y te cruzas con un indio. Estás como en otro mundo, frío, lleno de sombras, donde el sol ya no se ve y su claridad se oscurece ante la estrechez de las calles. Es algo así como el borde, la frontera entre dos mundos, entre la Varanasi nueva que dejaste a tu espalda y la Varanasi vieja que se abre allí, justo enfrente. Casi sin que te des cuenta llegas a unos escalones altos, rudos y escarpados, los ghats, que cuesta bajarlos. Los desciendes lentamente cuidando de no caerte, giras algún recoveco y sigues de nuevo bajando. Y, entonces, lo encuentras. En otro tiempo, el Ganges. Y ves las montañas de leña y hueles a carne quemada. Y ves un grupo de gente reunida alrededor de una hoguera. Y escuchas alguna campana y un canto suena a lo lejos. Y entonces te acuerdas de algo que te dijeron: que Varanasi es antigua, una de las más viejas del mundo, y que es una ciudad santa. Porque Varanasi, además de una ciudad india, es la ciudad de los muertos. Pero ésa es otra historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario