jueves, 24 de febrero de 2011

La vieja que enseña yoga


Me cayó mal nada mas verla. Su aspecto occidental de señora mayor de piel blanca con arrugas, su pelo estropajoso como de alambres plateados, su nariz puntiaguda de bruja europea, su cuerpo delgadamente contorneado con los bultos de una edad madura, y su ropa, pantalón blanco limpísimo, suéter amarillo pollo y un chal rosa que le cubría los hombros, me decía mucho de ella. Sobre todo, que no me gustaba, que no era quien esperaba encontrarme.

Me tumbé sobre el aislante y la cabeza me hervía. “¿Quién es ésta? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está uno de esos de siempre, esos de casi mi edad, de los de piel marrón e inglés incomprensible, uno de esos que tiene ese porte indiferente de quien se sabe el yoga desde que era chico?”. Me sentía indignado, me irritaba que un blanco (en este caso, una blanca) ocupara el lugar de un hindú, que se creyera con derecho de robarles su arte, su cultura, su tesoro de conocimiento, la paz encarnada en la experiencia del yoga.

Empezó a hablar y me sentí confuso. Su inglés era impecable, probablemente perfecto, pero lo hablaba de una forma tan clara, tan académica casi, con esas consonantes finales tan limpiamente marcadas y esa ausencia de os cerradas y de entonación chiclosa que no me pareció ni inglesa ni americana ni por supuesto india. “¿De dónde vendrá esta arpía” me dije, “usurpadora de yoga?”.

Intenté relajarme un poco pero se me saturó el cerebro. Me imaginé, así, de pronto, su vida, escrita en su cuerpo, en su cara, en sus gestos, en en su piel maquillada de arrugas. La historia de una adolescenteee hippie en los años sesenta vestida con sus faldas largas y con camisas de flores que cambiaría el arco iris y los porros por el gris y las drogas duras de unos setenta en NY llenos dglamoururur y de arte obsceno, que adoptaría el new age pseudomísco de magia blanca y vestidos negros de los ochenta de Londres, que pasaría al activismo eco-alternativo-pacifista del coloreado diseño del Berlín de los noventa y que terminaría abrazando el yoga con la luz del nuevo milenio.

Empezamos el pranayama y no me gustó lo que dijo. Eso de que “disfrutad de la respiración” y “buscar la alegría del cuerpo” son cosas que no van conmigo, que rechazo, que detesto, que me parecen falacias de mentes que no han entendido el centro esencial de la ciencia del yoga, que imaginan un mundo de ensueño de armonía y cuerpos elásticos y que ignoran que la realidad de la práctica es la concentración, el silencio. “Tenéis que aprender a relajar los músculos de la cara” dijo con una sonrisa ridícula, rematando la faena, pero, un momento... en realidad... “ummmmm”, me dije, “igual casi tiene razón, da otra vida, es como respirar mejor”. “Intentad ahora hacer nadi sodhana sin las manos”, propuso a continuación, “concentraos en respirar por una fosa nasal cada vez, sin cerrarla con los dedos”, y “mira”, me sorprendí, de nuevo, “parece casi casi interesante”.

“Hace unas semanas estuve en un taller para profesores de yoga en Thailandia”, volvió a molestarme diciendo, con ese aire de prepotencia yo-voy-a-talleres-de-profesores-en-Thailandia-y-vosotros-no, “y el profesor”, continuó, “un médico naturópata, nos enseñó el siguiente truco: ponemos los talones juntos, separamos los dedos de los pies a noventa grados, luego alineamos los talones con los dedos y fijaos que se colocan bajo los hombros, obtenemos la postura perfecta para permanecer de pie”. Estupideces, chorradas, qué mal me cae esta víbora, y “vaya, pues tiene razón...”.

Empieza el saludo al sol, ejercicios para manipura chakra, pierna arriba, pierna abajo, abrazo a las rodillas dobladas. Llegamos a sirsasana, la posición invertida, me costó dos años hacerla, mantener el equilibrio apoyado sobre la cabeza, y, aunque la domino, no dejo de sentir cierto miedo de tener que caerme algún día. Oigo que se acerca despacio hacia donde estoy volteado.”Igual se atreve a corregirme” pienso para mis adentros, y, efectivamente, lo hace, me toca ligeramente las piernas y me empuja un poco las caderas, y me sorprendo que mi verticalidad mejora y que me siento más cómodo. Me da cierto reparo que pueda perder el equilibrio, y mientras lo pienso me da un vuelco el alma cuando me dice eso de “no tengas miedo que yo te sostengo”. “¿Pero cómo sabe lo que estoy pensando?” me pregunto a mí mismo. Noto su toque sutil, el liviano roce de sus dedos, un susurro, una brisa, y me siento que se me abre la mente y se me ilumina el cuerpo. Siento la sabiduría en sus manos, que me enseña con sólo tocarme, que me transmite su experiencia hablándome con su suave tacto, y me doy cuenta que me conoce, que sabe quién soy, que lo sabe porque ella ya estuvo aquí donde me encuentro yo, que sabe lo que estoy sintiendo porque ella lo sintió antes que yo, mis inquietudes, mis ansias, mis miedos y mi prepotencia.

Bajo al suelo y la clase prosigue como siempre prosiguen las clases, sarvangasana, halasana, bridge más chakrasana, pero ella me parece otra. Su voz me adquiere otro tono y la veo con otros ojos, dulce, simpática, sabia. Hacemos pascimottanasana, estiro rodillas, flexiono el tronco, las manos buscan los talones y cierro el cuerpo hacia mí mismo. Esta vez cuando se acerca no me importa que me corrija. Me toca los pies y los mueve y noto que se giran las piernas, las caderas se meten a dentro, las rodillas bajan hacia el suelo, coloca cada tendón y músculo en su sitio más precioso y siento una energía que me inunda y que mi cabeza se calma.

El cobra, el saltamontes, el arco, sigue la clase normal, pero cada vez que dice una cosa es como si un ángel hablara, como si destapara un tarro lleno de sabiduría que me llena de alegría y sosiego. Y si quedara alguna barrera, resulta que hacemos simhasana, mi posición preferida (por decirlo de alguna manera). Sentado con piernas cruzadas, espalda recta, mentón al pecho, manos sobre las rodillas, la posición del león se basa en el ESTALLIDO en menos de medio segundo: abrir los dedos-los ojos-la boca-sacar la lengua-echar todo el aire hacia fuera y rugir como lo hace un león. Lo hacemos varias veces y las risas saltan en el ambiente. Alegría, animación, entusiasmo, calma y paz y armonía absoluta.

Termina la clase y la veo bajar las escaleras y sentarse a hablar en la entrada con el indio de la recepción del centro. La veo con esa serenidad dibujada en sus facciones, con esa alegría natural, con esa espontaneidad de persona que sabe de memoria los secretos del cuerpo y la mente, que ha navegado por los océanos del dolor, de la alegría y del miedo, de la tormenta y la calma, y que se encuentra muy cerca del sitio en que están los maestros. Y quiero ser como ella, no con sus ideas o su historia o su vida sino con esa sabiduría franca y desenvuelta de persona que ha conseguido matar todos sus demonios y ser lo que ocurre en el momento. Salgo a la calle y la vida me parece una cosa distinta, sencilla, fácil, tranquila.  

viernes, 18 de febrero de 2011

Antes de empezar la performance...


La performance está a punto de empezar. El teatro está lleno, o casi, y es enorme, el más grande de cuantos haya visto hasta ayer en Delhi. Una señora vestida con un saree maravilloso que brilla entre el naranja y el rosa hace las presentaciones. Sobre un power point grotesco aparecen las frases y fotos que describen la compañía de danza, su historia, su guru, sus motivaciones y los bailes que hacen. El show va a comenzar en breve, se apagan las luces, se enciende la escena, pero antes, ¡un momento! Falta una cosa, un detalle, algo importante, algo sin lo cual no se empieza.

“Invitamos a Radja Padmaj” (el nombre me lo estoy inventando) “miembro del parlamento nacional a que suba al escenario y encienda el fuego ceremonial”. De las primeras filas se levanta la señora, mediana edad, aspecto solemne, con su saree de colores amarillo y verde. La acompaña otra mujer, más joven, que hace las veces de precursora y guía. Los aplausos se apagan mientras se paran enfrente de una vara alta cuanto una persona de color dorado, una columna retorcida y delgada que termina en seis brazos que sobresalen afuera. La mujer más joven coge unas cerillas y enciende un trozo de cartulina blanca. Se la pasa a la parlamentaria que, ceremoniosamente, con esa despreocupación ritual tan característica de India, enciende los seis brazos de la vara dorada. Al momento se desata un humo espeso hacia lo alto, una nube gris que se diluye en la altura del inmenso espacio del techo del teatro. La mujer más joven le coloca a la otra una especie de chal sobre los hombros, una escena que he visto multitud de veces y que ayuda a honrar a los que lo merecen. Y, ahora por fin, puede empezar la performance.

Entonces la cabeza me estalla. No puedo evitar pensar la imposibilidad de estas cosas en Europa. ¿Un miembro del parlamento honrado en un espectáculo de danza? ¿Unos aplausos para alguien que está en el debate político? ¿Un acto religioso -sí, religioso- llevado a cabo por una parlamentaria de un estado laico antes de comenzar una gala y sin la cual no se empieza? ¿Una humareda tremenda en un recinto cerrado, y además con la excusa de un ceremonial devoto? ¿Una danza -la que vendrá en seguida- en honor al dios Shiva y a su esposa Parvati que será continuado por unos derviches turcos girando sobre sí mismos celebrando 800 años de amor a Dios en el marco de un festival donde se han visto flamenco, ballet ruso y baile moderno?

Me sorprendo de nosotros mismos, y me refiero a Occidente. Nos creemos con derecho a juzgar a los otros -a esos que llamamos “tercer mundo”-, a darles lecciones de progreso, de derechos y de democracia, cuando no somos conscientes -o no queremos serlo- de nuestras propias medianías, de nuestra vulgaridad tremenda, de nuestra decadencia continua y de todas nuestras contradicciones.

Aquí la religión es sagrada porque es parte de la vida misma. Aquí no te juzgan si eres de una parte o de la otra. Aquí las tensiones y miedos se diluyen en la cotidianidad diaria. Occidente tiene miedo a todo. India, ni siquiera lo piensa.

jueves, 10 de febrero de 2011

La casa en la que vivo


La casa en la que vivo es un apartamentito compuesto por: un cuarto. Repasemos: cuartos, uno. Ya.
Un único cuarto. Ésa es mi casa.

El único cuarto que compone mi casa contiene todo lo necesario para vivir: una cama enorme, un armario empotrado, una mesita de noche, una estantería empotrada, una especie de zapatero también empotrado y una mesa y dos sillas. Menos las sillas, que son de plástico, el resto es de madera. Una madera vieja, fina y barata, de tablones antiguos pero que resisten, y de color caoba, auque la única caoba que se nota que han conocido es la pintura con la que están pintadas. Las sillas son de básico plástico blanco, como las que usamos nosotros en jardines y balcones. Además hay un ventilador, de esos que cuelgan del techo, y un moderno aire acondicionado, que creo jamás encenderé porque me iré de este país antes de que resulte imprescindible.

El cuarto tiene dos puertas. Una da a un balcón que a su vez da a la calle, una calle ruidosa en la que siempre hay pitidos, coches, motos y gente pasando; la otra da a un patio interior. El patio interior tiene: dos cuartos de baño, una cocina, otro cuarto que se le llama cocina porque tiene el frigorífico, y tres habitaciones más. En una vive mi “compañero de piso”, un indio bajito que tendrá como mi edad y que es bastante callado aunque parece simpático. En las otras dos no vive nadie.
El patio tiene una escalera, porque está en un tercer piso. La escalera baja al segundo, y de éste se baja al primero, es decir, a la planta baja. El segundo se configura de una forma parecida a la planta en la que está mi cuarto y que yo sepa en él sólo vive una persona, un danés muy jovenzuelo que está como haciendo una práctica en cooperación o algo así. Elena dice que le dijo que no le gusta la India, casi que odia estar en este país, que ya me dirán cómo se puede cooperar con un país en el que no estás a gusto. Y, la verdad, no le he visto sonreír mucho, aunque en realidad me cae bien.

En la planta baja viven los dueños. El dueño es un señor simpático, delgado y digamos que alto, de edad como 60 años, de piel marrón y arrugada. Viste siempre pantalones marrones y oscila entre un par de jerseys distintos, uno gris bastante gastado y otro de rayas rojos y negras que no se ve mucho más nuevo. Cuando hacía más frío se le veía normalmente con una bufanda gris con la que se enrolla el cuello, ahora que ya hace menos sólo la usa por las noches. Su inglés es decente y amable y cuando me ve siempre me dice alguna cosa. Que qué buen día hace, que si me gusta la India, que cómo me va en el trabajo, que qué día más soleado, que qué es lo que de desayuno. Creo que le gusta hablar, conmigo y con casi todos, pero entre nosotros de occidente y la gente de aquí, de oriente, hay como un fino velo que no se consigue quitar, y la comunicación, de verdad, es difícil, así que al final tras dos o tres frases terminamos por no decir nada. Se lleva el día entero en casa, parece que está retirado, y por la pinta que gasta diría que es una persona culta que hasta hace no mucho tiempo trabajó en algún sitio importante con algún tipo de cargo medio.

La dueña es una señora gordita de un poco menos de edad. Viste siempre falda larga y un jersey entre celeste y gris perla, camina un poco pesada pero no se mueve mal. Tiene pinta de mandona y de más lista que el hambre pero es amable y abierta, campechana y educada. Nunca está por las mañanas, dice Elena que trabaja en una embajada o algo así y tiene todo el aspecto de que es la que sin estar nunca en casa en realidad lo controla todo.

En la casa tengo derecho a usar la cocina y un baño. Al menos, así es en teoría, porque en la práctica puedo hacer casi lo que me venga en gana. Las maletas las tengo en un cuarto de los dos en los que no vive nadie. Las cosas de comer las dejo en el frigorífico de la otra cocina. El baño se estropeó unos días y usé el de mi compañero. Y, bueno, de la cocina de la planta de en medio a veces me he apropiado de un par de utensilios que no tenía. En realidad en la India lo mejor es hacer lo que quieras y si van y te dicen algo te haces un poco el tonto, que no lo sabía, que no entendí bien, que hay que ver qué cosas tengo y al final no pasa nada.

La cocina es bastante simple. Dos hornillas de gas de bombona, un fregadero muy usado, una colección de platos, vasos, tazas y cubiertos de plástico y metal sencillo, un par de muebles para guardar cosas y una encimera, todo enclaustrado en un cuarto en el que apenas caben dos personas. Las hornillas están sobre la encimera, así, sólo encima, y si las empujas, se mueven, dejándome una impresión como de un camping gas muy grande.

El baño es más espacioso, como el doble de la cocina, con el váter, el lavabo y la ducha (eso sí, sin pie de ducha), y el agua caliente sale de un repiente exterior que se enciende con un interruptor. El agua caliente cuesta, es decir, la corriente eléctrica, así que tenemos cuidado de nunca dejarlo encendido cuando no nos hace falta.

La casa, así, en general, da una impresión de antiguo, de casa realmente vieja, de aquel patio de vecino en el que vivirían mis abuelos antes que naciera mi padre, de esas casas de verano de las que había antiguamente cuando la casa de playa era una cosa cutre donde familias enteras de tíos, primos, hermanos y el amiguete de alguno pasaba los meses estivos, y no esos apartamentos pequeños pero modernos que se compra hoy en ía mucha gente para huír el fin de semana, la Semana Santa y la feria.

Una casa normal y corriente como cualquiera en la India, con algunos toques de lujo (frigorífico, aire acondicionado, internet, aunque a veces se vaya). Una casa limpia y decente donde se vive de maravilla. Y, además, con 25 grados y rodeado de ardillas, gatitos, cuervos, palomas y otros pajaritos, perros y algún que otro mono... ¡a veces parece el paraíso!

miércoles, 9 de febrero de 2011

Tres monitos en mi casa

Llegaron de pronto, sin avisar ni nada. Se plantaron delante, como quien está en su casa, como quien conoce el sitio. Como a quien le importa muy poco qué o quién le está mirando. Allí, delante, tranquilos. Uno era pequeñito, joven y con aspecto nervioso. Los otros dos eran grandes, expertos, sabían lo que había. Se sentaron delante mía pero sin mirarme si quiera, como si no existiera.

Mi primer pensamiento fue de pánico, “¡Horror!” pensé “¿qué querrán de mí? ¿Querrán comida? ¿Querrán que les dé alguna cosa? ¿Me atacarán, incluso?”. Pero el pánico apenas duró un segundo. El segundo segundo fue de conmoción completa: “¡Son tres monos!” me dije. “¡Tres monitos en mi casa!”. Tres figuras peludas, de menos de medio metro de altura, encorvados como recién nacidos. Con pelambrera gris perla puntiaguda como si fueran erizos y con los rabos más largos de lo que son los tres cuerpos. Pensé mil cosas en ese momento. Pensé en acercarme, pensé en no moverme, pensé en ir al cuarto a coger la cámara de fotos. Pensé tanto en tan poco tiempo que casi ni me di cuenta cuando se estaban yendo. Como si fueran ardillas, con la agilidad de tres gatos, saltaron por una tubería y la escalaron hasta llegar al tejado.

Dudé otro segundo hasta que me levanté a buscarlos. Apenas los divisé un momento, veloces como se estaban yendo. Andando sobre las 4 patas, con unos pompis rojos como tomates, sólo el pequeño se paró a mirarme, intrigado, marujeando ante mi presencia. Pero duró poco. Los otros dos, ante los que yo era sólo un poco menos transparente que el aire, ya estaban subiendo a otro lado, y el jovenzuelo los siguió enseguida.

Y allí me quedé, solo. Mirando el tejado a ver si los veía otra vez. Tres monitos, pequeños, veloces, ágiles y saltarines. La vida simple que discurre en India. Como si fueran ardillas, como si fueran gatos, como si fueran, bueno, cualquier otra cosa. Me acordé entonces de lo que decía Terzani, que él vivía en la India porque es el país más natural que existe. Tan natural, que un animal entra en casa y se va sin decir buenos días. Y sin que a nadie le importe.