domingo, 9 de enero de 2011

Atardecer en el Ganges

Las aguas marrones del Ganges fluyen con tranquilidad. Se mueven con una calma que casi parece irreal. Se mueven tan, tan despacio, que apenas parece posible que nazcan en el Himalaya, que surquen montañas y valles, que atraviesen India de oeste a este y que lleguen hasta Bangladesh para terminar dividiéndose en una miríada de brazos, esparciéndose por la tierra, derramándose entre arrozales y plantaciones de té, para terminar en un delta que conduce al fin hacia el mar. Que crucen océanos de tiempo para rememorar historias y leyendas de guerreros, de dioses y de monasterios, de reyes, príncipes y aventureros, de eremitas, de sacerdotes, de gente humilde y opulenta, de comerciantes, de ascetas, de astrólogos y curanderos, de peregrinos de Oriente y buscadores de Occidente, de razas y religiones y reinos y hasta de imperios. De Shiva y de Krishna y de Buda y de las miríadas de millones de personas que los siguieron. Y que todavía los siguen.

Estoy en una barca, tumbado. Una barca de madera vieja. Tan vieja, humilde y gastada como parece el barquero, que con su ritmo pausado, lento como lo es el Ganges, nos garbea por entre las aguas y nos cuenta alguna historia. Nos dice que este lugar -Varanasi, la ciudad de Shiva- es la más vieja del mundo, tan vieja que su memoria se pierde en las brumas del tiempo. Que aquí viene gente a morir porque quien aquí deja la vida nunca vuelve a reencarnarse, y que lo mismo sucede a quien es traído ya muerto y se le quema en la orilla y se le purifica en el Ganges.

Me incorporo un poco más y esto me parece irreal. El brillo centelleante del sol entre las olas, pequeñas, tenues, casi inexistentes, los pájaros que revolotean poco antes de acostarse, las brumas que a lo lejos se asoman entre la penumbra, el sol, un disco lejano, vaporoso, frío, descendente. Decenas de embarcaciones que como la que estoy sentado llevan algunos turistas, indios, occidentales y asiáticos, que contemplan el espectáculo, barcas que parecen pintadas, hechas como de acuarela, cuyos contornos se funden con las brumas que se levantan.

Miro hacia la izquierda y veo una masa de tierra ocre, casi del color de las aguas, con sus grupos de turistas tanto indios como extranjeros que han pasado la tarde hablando, comiendo y bebiendo, vagueando por la arena, quizá cantando y bailando, y cabalgando en alguna de las monturas que alquilan. A lo lejos, siempre a la izquierda, un contorno color verde parece indicar la floresta, pero parece tan lejos que es como si no existiera.

A la derecha, Varanasi, la ciudad más vieja del mundo. Una hilera de edificios, la mayoría del mismo marrón que el Ganges, y cuya edad y recuerdo se confunden con la Tierra. Una masa de viviendas, de templos, hoteles y tiendas, de columnas y de muros, cúpulas, torreones, ventanas, de terrazas y azoteas, altas como el orgullo, que descienden abruptamente hacia la orilla del río a través de unas escaleras grandes, espigadas, rudas, algunas de ellas pintadas de colores despintados.

Y, por todos lados, gente. Gente de todos los tipos. Turistas extranjeros, indios, peregrinos y mendigos, ascetas de barba larga y de pelo enrevesado, santones que van de naranja y que cantan cosas raras, brahmanes semidesnudos que practican cremaciones, tenderos y vendedores que ofrecen casi de todo, niños indios y gitanos, dalits de la más baja casta que transportan la madera o hacen obleas con la caca, personas que lavan la ropa en las aguas marrones del Ganges, mujeres vestidas de sari, europeas en vaqueros o falda, asiáticas con sombrero y ropas estrafalarias que se cubren boca y nariz con mascarillas, grupos de jóvenes indios que risotean galanteándose, hombres que te dan la mano para ofrecerte un masaje, cientos, miles de personas tan diversos como el mundo que pasean entre edificios, entre escaleras, entre dibujos de Shiva y de Ganesh y de cientos de otros doises, entre columnas de rosa y paredes de naranja, entre arcos de mármol viejo pintados de rojo y verde, entre oraciones en sánscrito y entre anuncios en inglés e hindi. Y animales: vacas, perros, búfalos, monos y cabras.


Un chaval se nos acerca remando en otra barca que está cargada de velas. Son unas velas pequeñas, dispuesta cada una de ellas en un platito pequeño hecho con hojas y rodeadas de flores. El barquero nos anima para que se las compremos, que nos sirven para hacer la puja. La puja es la oración que realizan en la India. Hay tantas pujas como indios, como los que hay y los que han habido. En este caso consiste primero, en encenderlas, luego en decirnos por dentro los nombres de nuestros padres, luego de hermanos y hermanas, luego cinco veces un mantra -om nama shivaya- girando cinco veces la vela alrededor de la cara, y luego dejar flotanto sobre las aguas del Ganges. El gesto parece estúpido pero por algún misterio serena. Quizá sea por la imagen de puntitos de luz flotando, alejándose, desapareciendo en el Ganges.

El Ganges. Veo la maranbunta de gente, de colores y de cosas, y a la vez es como si no veo nada, porque el Ganges hipnotiza. El Ganges marrón y lento que brilla al atardecer.

Miro pasar el Ganges y parece que el tiempo se para, que el Ganges está más allá de las cosas de la tierra. Que es una pausa en el recorrer del mundo. He visto gente mirarlo durante horas y no dejar de mirarlo. Me he visto a mí mismo mirándolo sin poder dejar de observarlo. He visto una ciudad entera levantarse y venerarlo, y un país, una cultura, rendirse a sus pies y rezarle. Maa Ganges, la madre Ganges, el agua que les da la vida, les alimenta y les limpia. Que les purifica por fuera y les amansa por dentro. Y he entendido por qué, a pesar de su sucio aspecto, a pesar de la cantidad de gente, sigue siendo un río sagrado: porque a llena de paz el mundo. Porque quien pasea a su lado se convierte en otra persona. Aunque sea por poco tiempo.

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