domingo, 30 de enero de 2011

Delhi


Delhi es una ciudad enorme. Vista desde el aire -desde google maps- parece una tela de araña de calles y avenidas que cuelgan por el lado oeste de un río – el Yamuna-, una maraña de intrincadas arterias entre las que crecen las casas casas en la que apenas se puede distinguir entre el gris de las edificaciones y el gris de la explanada semidesértica en la que está insertada. Delhi, la gran capital, una de las urbes más grandes del planeta Tierra, con sus 15 millones y pico de habitantes, la imaginaba una de esas ciudades asfixiantemente urbanas en las que no quiero estar... hasta que empecé a conocerla. Porque Delhi es en realidad tan grande, o tan pequeña, como la vida que quieras llevar.

En mi caso Delhi empieza en una pequeña vivienda. La construcción, de tres pisos (dos más la planta de abajo), blanca y con varias terrazas, patios, escaleras y cuartos, tanto por fuera como por dentro me recuerda a una de esas casas que se alquilaban cuando éramos niños, uno de esos lugares a los que nuestros padres, abuelos y tíos nos llevaban de pequeños para pasar los 3 meses de verano y en los que transcurríamos las vacaciones entre juegos y mañanas de playa, en las que el silencio del calor insoportable de las siestas después del almuerzo era sólo disturbado por los chirridos inagotables de los grillos y por las olas del mar batiendo contra las rocas, y en las que las noches llenas de estrellas terminaban con conversaciones a media voz sentados en las terrazas. Esta casa me recuerda a aquello, si no fuera porque estoy en India.

La casa da a una calle estrecha hecha de cemento y arena. Los edificios altos que tiene a los lados acentúan una sensación de calle pequeña y estrecha y aumentan la impresión de que es una vía de poca importancia. En efecto, se trata de una calleja por la que apenas circulan personas y en la que en realidad no hay nada importante salvo un pequeño parque ovalado y un tenderete con techo de madera sostenido por cuatro palos en la que un hombre de unos cuarenta años regenta un sencillo negocio de lavado y planchado de ropa como tantos otros hay por todos lados. Cuando me aburro lo observo cómo enciende un fueguecillo que degenera en brasas en las que calienta una plancha enorme, de hierro, como las antiguas, que más que una plancha me parece un yunque, con la que quita las arrugas a la ropa y con la que le da su forma doblada.

La calle, si giro a la izquierda, da una gran avenida de la que luego hablaré, y a la derecha a una vía que no es tan grande como la avenida pero sí mucho más importante que a la que da mi edificio. En ella ya se ve un buen trajín, si no de coches, sí de personas, y es que por ahí se vislumbra una zona de mercado grande que hay en mi barrio. La calle está repleta de tienduchas de todos los tipos, casi todas más bien pequeñas, desde kioscos de chucherías, chai (té) y galletas hasta negocios de repuestos de coches, pasando por un sanatorio de dolores de huesos en los que se cura con yoga, tiendas de aparatos eléctricos y electrónicos y tres restaurantes de comida típica de aquí en los que compro bastante a menudo y en los que empiezan a sonreírme cuando me ven porque ya me conocen. Uno de ellos es de comida punjabi, o sea, de la región del Punjab, que no sé bien dónde está pero que suelen cocinar guisos de dal (legumbres), arroz, roti y naan y chapanta -tres tipos de pan aplastado- y otras cosas muy baratas. Otro es de los de “Pure veg.”, es decir, vegetariano, pero aquí está llevado a un cierto extremo porque no utilizan ni huevos, cosas de los hindúes, aunque sí cocinan ese queso, el único propio de India, que se llama Paneer y que ahí hacen como si fueran pinchitos, con especias, pimiento y cebolla y que realmente está buenísimo. Y el último es de parrilla de pollo pero nunca pido allí nada porque me dicen que no sienta bien.

Al lado de los restaurantes empieza la vía principal del mercado de Lajpat Nagar. Nagar, si lo he comprendido bien, significa “aglomeración”, entendido como “sitio en donde vive la gente”, y Lajpat imagino que será su nombre. Así pues, vivo en la Aglomeración de Lajpat, famoso por el mercado al que se llega recorriendo esta vía, una calle ancha y muy larga, también de cemento y arena, en la que hay unas tiendas más grandes y señoriales, es decir, de estilo europeo, y en la que se pueden comprar muchas cosas de las que en Occidente diríamos normales pero que aquí son de un nivel elevado: ropa de levis, zapatos de adidas, pantalones sin marca pero de estilo moderno, algunas tiendas de sarees (bastante cutres, por cierto), tecnología y teléfonos móviles y varios negocios de joyas. Caminando por esta avenida, o como quiera se llame, se llega al corazón del mercado, una especie de zoco repleto de tenderetes de ropa y de artículos de la vida diaria que discurre entre perfumes del frito y las especias de por la mañana y de los vapores de incienso, cardamomo y menta de cuando el sol empieza a caer, y en el que los sábados y los domingos en los que me doy un paseo para descubrir algún restaurante nuevo donde almorzar se me hace extenuante pasear de la cantidad coches, motos, rishaws y por supuesto gente que se agolpa con afán de compra.

Por las tardes Delhi se me hace más grande. En vez de girar a la derecha justo al salir de mi casa lo que hago es doblar a la izquierda y enfilar hacia esa gran avenida, esa arteria tremenda de tres carriles por sentido de las muchas que atraviesa Delhi formando la tela de araña de la que hablaba al principio y cuyo aluvión de vehículos circula con velocidad que tener que cruzarla da miedo. Por supuesto que yo no la cruzo, sino que la bordeo andando por una vía de servicio, o su equivalente hindú, al lado de la cual se afanan hombres y mujeres, ellas vestidas con sarees, ellos con ropas de calle, en realizar una obra a la que no encuentro el sentido consistente en romper piedras, allanar y hacer agujeros, trasladar materiales de sitio y empolvar un poco más el ambiente, donde unos niños juegan con las piedras y la arena, los hijos de los obreros, y que me lleva hasta la entrada del metro, una escalera empinada que asciende hasta lo que serían dos pisos. El metro por donde yo vivo consiste en una gran viga alzada por encima de la avenida y sostenida por unas columnas cilíndricas de hormigón armado. El aspecto recto y elevado, imponente y efectista, da un toque como de moderno, como de un futurismo de cine, contrastando con la realidad descuidada, con los coches viejos y sucios, con los ropajes dejados de muchos de los habitantes, con el polvo y la arena y las piedras y los niños jugando entre ellas.

El metro, todo hay que decirlo, es de una eficiencia impecable, y en menos de 5 minutos me lleva hasta otro lugar llamado Kailash Colony que es donde se encuentra el chalet que sirve de centro de yoga. La zona casi no la conozco, pero sólo por las dos calles que recorro cada día y en la que se ven hoteles, apartamentos muy grandes y centros médicos caros hace una idea de cómo es. Pues allí, en el centro de una calle secundara de ese barrio tan “pijo” se encuentra donde voy las tardes, y agarraos cuando leáis el nombre: el Sivananda Yoga Vedanta Nataraja Center, que no es más (ni menos) que un centro de yoga, uno de los mejores, al menos así me parece, llevado por gente humilde de apariencia occidental y donde me reúno con gente un poco de todos los lados a practicar eso, el yoga, y del que vuelvo caída la tarde y con el sol escondido y con las luces de farola y de coches que vuelven a casa.

Pero cuando se me alarga Delhi suele ser el fin de semana. Entonces es cuando la hago más grande, más amplia e interesante. Entonces es cuando el metro me lleva a sitios distantes, a lugares que no conozco, a barullos incomprensibles con colores que nunca he visto. Entonces es cuando cojo un autorishaw que me lleva por esas avenidas grandes, por esas arterias enormes, sintiendo ese aire en la cara que cambia entre frío y caliente, sintiendo esos ruidos de pitos que sólo se apagan de noche, y entonces es cuando veo esa Delhi cambiante, esa Delhi de espacios abiertos, de edificios altos y bajos, de explanadas vacías de solares y mercados llenos de gente, de parques con niños jugando y con ardillas y pájaros y de plazas tan aglomeradas que sólo cruzarlas marean. Esa Delhi multi urbana y a la vez amplia y tranquila, esa Delhi que tiene de todo pero que a la vez que no agobia, esa Delhi de 15 millones de personas que es a la vez gran ciudad y a la vez pequeño pueblo, donde cada barrio es un mundo y donde el mundo lo es todo, tu casa, tu calle, tu zona y todo lo que la rodea. Y es que Delhi, como gran ciudad, tiene de todo, variado e interesante donde poder elegir: teatros, museos, conciertos, espectáculos, mercados, cafeterías, tiendas o restaurantes. Pero, a la vez, estando en India, el urbanismo es difuso, racionalmente caótico, y eso hace que no agobie, que lo sientas que respiras.

Porque Delhi es a la vez muchas cosas, pero en realidad son pocas: depende de lo que elijas.

sábado, 22 de enero de 2011

Mundos aparte


La ilustración significa el movimiento del hombre al salir de una puerilidad mental de la que él mismo es culpable. Puerilidad es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona”.
Kant.

Preguntar algo a un hindú es como intentar comunicar con un mono: es probable que te entienda, pero la respuesta que te dará será tan distante de lo que esperas de un ser humano “normal” que acabarás por sonreírle y mirar para otra parte.

Que nadie me llame racista. La frase anterior la he dicho con todo el cariño del mundo. Estos hindúes son simpáticos, amables e inteligentes, pero son tan distintos a mí como yo lo soy de una vaca. De nuevo, que no soy racista, porque a ellos les pasa lo mismo, que intentan hablar conmigo y yo respondo de una forma que ni esperan ni comprenden y acabamos la conversación con un par de sonrisas mutuas y un “mejor me doy media vuelta”. Creo que para ellos soy algo así como un perrito, inquieto y graciosillo, al que le dices una cosa cosa y él mueve el rabo y te ladra y luego se sienta a mirante.

Somos dos mundos aparte cultural, antropológica y filosóficamente hablando. La primera vez que lo noté fue cuando me intenté informar qué era lo que servían en un restaurante en Orissa. “Perdón”, pregunté a un camarero “¿qué es esto de paneer dosa?”. Y su respuesta fue clara: “paneer dosa” respondió mientras escribía en su libreta. “No, no, que qué es, que qué lleva”. “Paneer dosa” dijo poniendo cara de quien no entiende lo que pasa. “Lo que quiero es saber qué es lo que contiene”, dije. “Paneer dosa” respondió. Y no es que no supiera inglés, porque lo sabía, y bien.

Creo de verdad que nuestros cerebros, el de un occidental y el de un hindú, son internamente distintos. No, no es por racismo, sino por educación. Creo que la forma de pensar que se aprende aquí en la India conforma unas conexiones neuronales y electroquímicas en la edad del crecimiento radicalmente distintas a las que se dan en Occidente. Y con esto no quiero decir nada malo: simplemente, es distinto. Cada vez me doy cuenta más que la cultura europea (y, con ella, la americana y la de parte de Oriente) tiene su tronco naciente en la época ilustrada, en ese momento histórico en que la razón se antepuso a todos los demás sistemas de entender y conocer las cosas, y, aunque con críticas, con reformas y con detractores, ha impregnado toda nuestra cultura en los últimos 300 años. Fijaos que todo lo que hay ahora, democracia, sanidad, educación para todos, el concepto de nación-estado, las teorías económicas, así como las entendemos, se formaron en ese momento. Que toda la ciencia moderna, la medicina, la estética, la filosofía imperante, todo, nació en el siglo XVIII. Las grandes revoluciones surgen de ese periodo. La idea capitalista de libertad de comercio, el individualismo imperante que declara que cada persona es dueña de su destino y que puede tener sus ideas sin que nadie le obligue a cambiarlas, todo nace en la ilustración. La literatura, tal y como es ahora, de novelas y teatros en prosa, con los temas y estructuras que tenemos hoy en día, nace en ese momento, y si no leed cualquier cosa de los siglos precedentes: puede gustar más o menos, pero hay algo de distinto, algo como que nos roza pero no nos cala del todo, algo que no se entiende. Nuestra forma de vida actual se formó en ese círculo que va desde Gran Bretaña hasta la fría Escandinavia, pasando por Francia y Alemania, curiosamente por donde se pasearon Lutero y Calvino, y todos, quien más y quien menos, estamos impregnados en ello. Huelga decir que los ilustrados bebieron de lo que había antes, de Descartes y de Roma y de Galileo y Aristóteles y de Santo Tomás y de Grecia, pero creo que aquella frase de “la razón lo criba todo” marca un punto de cambio.

Sobre todo si se nota cómo actúa y piensa un hindú. Aquí no se entiende nada de forma muy estructurada. Sus explicaciones son siempre vagas y un poco difusas, como si su conocimiento se basara en una neblina de ideas, como si en la confusión estuviera su forma de entender las cosas. Nunca esperes una respuesta clara, nítida y distinta cuando hables con un indio, a menos, claro, que haya estado o sido educado durante un tiempo en Occidente. Todos los novelistas indios han vivido en Occidente. Todos los estudiosos indios han estudiado en Occidente. Bueno, quizá alguno no, pero seguramente ha pertenecido a la alta clase en contacto con el dominador británico. Y esta confusión de ideas que tienen en su cerebro es calcada a la que sientes cuando lees un texto clásico de cualquier aspecto antiguo de la cultura de India. El yoga, la religión, la ciencia, la medicina y filosofía, son todo una misma cosa. La música, danza y teatro, son todo una misma cosa. La música no existe sin danza, la danza es imposible sin teatro, el teatro representa las historias que provienen de las leyendas, las leyendas son las historias de los textos religiosos, y la religión, aquí, más que palabra es práctica, y las prácticas son filosofías que provienen del único Dios y Dios (que es Brahma, que es Vishnu y que también es Shiva) es sólo la palabra AUM que es el principio de todo y que en realidad es la música que resuena en el universo. Aquí desde chico te enseñan, sin que te des mucha cuenta, que no hay una parte que no sea de un todo, y esto luego se traduce en un modo de comportarse naturalmente espontáneo e intuitivamente instintivo y alejado del raciocinio tan típico de nuestras mentes europeamente entrenadas.

Para terminar diré que muchas veces los hindúes me resultan un pelín pueriles. Se ve que no conocieron a Kant. Y creo que yo, para ellos, soy un ser un poco extraño, inquietante y complicado. Se ve que aún no conozco a Shiva :D



viernes, 21 de enero de 2011

Desayunando en la calle


“¡Ah, qué maravilla! ¡Qué buen día, qué soleado! Hoy, desayuno en la calle. Además, son casi las 11 y aún no he comido nada, así que lo que hago es hacerme un buen desayuno-almuerzo y ya no como hasta la cena”.

Eso me dije hace unos días cuando trabajaba sentado en el balcón de mi casa y veía cómo la gente se arrejuntaba en un puesto de comida recién hecha, un carrito viejo y cutre de los que hay por todos lados en los que se fríen cosas y te las dan de comer. Así que salí de casa y empecé a darme un paseo.

La calle estaba repleta, como siempre por la mañana, y decidí que el destino me guiara por donde quisiera. Me paré a comprar verdura, un manojo de menta fresca que cuando más tarde la usé resultó que no olía a nada, un buen mazo de espinacas que cuando me dispuse a lavarla estaba como una patena y no tenía ni pica de tierra, un poco de zanahoras que aquí son rojas y enormes, y si no recuerdo mal un puñado guisantes que aquí los venden en sus vainas. Seguí caminando tranquilo disfrutando del buen día cuando me fijé en un puesto que vendía comida hecha. Me acerqué con mucho cuidado observando los detalles porque lo que menos me gusta es que me tomen por guiri, sí, ya lo sé, es imposible, pero si les miras bien y les imitas en todo al final parece que llevas en India un buen trozo de tu vida.

El puesto era otro carrito de esos cutres y viejos en los que fríen cosas regentado por dos chavales que no llegaban a 18 años. Tenía expuesto sus fritos: una especie de pan redondo, aplastado y esponjoso, cuyo color marrón claro delataba a la fritura, y unos triángolos isósceles, cubiertos de rebozado, que parecían como sandwiches y que estaban también fritos.

Sólo había un comensal, que con ponía cara seria cada vez que inroducía una cuchara de plástico en un platito pequeño y se llevaba a la boca una especie de salsa espesa de color amarillo albero que relucía con el sol como el suelo de la maestranza. Señalé con el dedo apropiado aquel pan frito y esponjoso y pregunté “¿cuánto cuesta?”. El chaval no pareció entenderme y se me quedó mirando hasta que le dio por decirle al señor de la cuchara algo que no entendí pero que imagino sería “¿qué es lo que me está diciendo?”. El señor le respondió, en hindi, por descontado, y el chaval pareció entenderle, porque dijo “son 10 rupias”. Sorprendido por el precio -menos de 1/6 de €- le dije que quería probarlo. Mi cara fue de sorpresa cuando en vez del pan ansiado cogió un platito pequeño, lo llenó de salsa amarilla y me lo dio con las manos. Yo lo cogí con las mías, y entonces ocurrió esa cosa que suele ocurrir en la India que es que pides una cosa y te dan otra contraria y tardas un segundo y medio en pensar “¿qué está pasando?”, y el tiempo se te dilata e incluso parece pararse y el cielo se te echa encima y te da por temblar del pánico porque no entiendes lo que está pasando. En ese segundo y medio mi cara de tonto decía “¿Qué habré hecho mal? ¿Qué habrá entendido? ¡Yo quiero el pan!”, aunque el segundo siguiente lo que pensé fue algo así como “qué platito tan curioso” porque estaba hecho de hojas secas y recubierto por dentro de algo como papel de aluminio. En el tiempo que pasaba en pensar esto que digo el chaval cogió con sus manos dos panes de los redondos y los alargó hacia mí. “¿Cómo?”, dije mientras los cogía, a lo que siguió un “¿es posible, todo esto, por el precio de 10 rupias?”, y lo último que pené fue “vaaaaale, ahora lo entiendo, el pan se moja en la salsa”.

En estas que me dio por comer, que, por cierto, para eso había ido, aunque, la verdad sea dicha, en la India cualquier momento es bueno para hacer el guiri. Porque tener equilibrio con las bolsas de la compra, con un platito de salsa, con dos panes recién hechos y que me estaban quemando y sólo teniendo dos manos, y además no quería mancharme, y, por supuesto, de pie, con coches y motos y gente pasándome por la espalda, no os creáis que cosa fácil. Y además porque el chaval no paraba de mirarme con esos ojos tan fijos con que te miran a veces. Vi que el comensal de al lado había dejado de lado el comer con la cuchara y se aventuraba en lo mismo, en lo que yo quería hacer, en lo de mojar el pan en la salsa amarillo albero y alimentarse con ello, sólo que su experiencia india, el conocer el ambiente, el saberse seguro en él y los años haciendo lo mismo, y, por qué no decirlo, su par de dedos de frente, le hicieron coger con la mano izquierda el plato y con la derecha el pan, de forma y manera que así era mucho más sencillo y además no se manchaba.

Como soy de los que piensa “donde fueres haz lo que vieres” y como el chaval del puestecito empezaba a sonreírse ante tamaño ejemplo de ineptitud declarada decidí apretarme los machos y tomar las riendas de aquello. Primero apoyé el platito con sus panes en el carrito, cuidado que los dos panes no cayeran en el suelo. Luego dejé las bolsas suavemente sobre el suelo. Luego, cogí el platito, y, ahora sí, con la mano libre pude empezar a comer. La salsa estaba exquisita, una mezcla deliciosa de lentejas y patatas, caliente y algo picante, con un aderezo de especias -cilantro, comino, mostaza, cúrcuma- y con cosas más flotando que no supe lo que eran. El pan era delicioso, de sabor, textura y grasas muy parecido a los churros, aunque la ausencia de azúcar y lo de mojarlo en salsa le daba un gusto distinto.. Me relajé cuando vi que el chaval dejó de mirarme y siguió con su trabajo. Él freía los panes redondos, y su compañero, más joven, cogía dos panes de molde, los untaba con una crema de color marrón oscuro, los unía haciendo un sandwich y los cortaba de pico a pico, cosa que, supuse, “a que seguro que luego se convierten en esos triangulitos rebozados que hay ahí al lado”. “Nota mental” me dije a mí mismo “otro día, los triangulitos”.

Terminé de comer aquello y tiré el plato en una caja dispuesta para tal uso. Cogí las bolsas del suelo y no dije adiós al marcharme, cosa que tengo aprendida porque no lo hacen los indios y cada vez que yo la hago se me quedan mirando dudando como pensando “qué guiri más raro” o “de dónde nos saldrá éste”. Paseé durante un buen rato hasta que vi otro carrito, pero estaba tan lleno de gente y que no tuve ganas de pararme. El siguiente que encontré me pareció adecuado, pues hacían unas bolitas que quería probar hacía tiempo. Esta vez sí me entendieron, “15 rupias 6 bolitas”, y esta vez cuando me dieron el platito con la salsa entendí qué estaba pasando. Las bolitas eran de patata, esponjosas y calientes, y la salsa era parecida a la del puesto de antes pero de un color más verde y bastante más picante. Me las comí en seguida, bocado mucho más ligero, rico, sí, aunque no tanto, y sin hacer mucho el indio me encaminé vuelta a casa.

Y allí saqué unas galletas, por aquello de comer postre.

Y esas fue una hora y media de desayuno-almuerzo de un día soleado en mi barrio. Si os pasáis por la India, por favor, hacedme caso, comed lo que os den en la calle sin pensar lo que os están poniendo y sin esperaros nada. Porque aquí nunca se sabe lo que te puede tocar. Y, la verdad, para qué comerse la cabeza, si (casi) todo está bueno.

miércoles, 19 de enero de 2011

Primeras impresiones de Delhi (y de Kolkata)

CAOS:
1. Estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos.
2. Confusión, desorden.
3. Comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos.

“Y, de repente, el CAOS”. Así, con estas palabras, escritas de prisa y con mala letra sobre un cuaderno de rayas. Así describía Alexander su primera visión de la India, cuando, imagino, atravesaba las avenidas atestadas de vehículos montado en un taxi, en Delhi. El CAOS, con mayúsculas, enfatizándolo mucho. Sin duda una buena manera de describir qué es la India. La India, pero no Delhi.

Mi primera impresión de Delhi fue una bastante distinta. Bajo del avión y me encuentro con algo que no esperaba: un edificio limpio, espacioso, ordenado, claro y eficiente. Un aeropuerto gigante de dimensiones titánicas, blanco, tremendo, con un volumen enorme, donde se tiene sensación de espacio, y decorado con gusto. Sin colas, sin recovecos, sin complicación ninguna, en el que se pasa el control de pasaportes con sólo esperar esperar 5 minutos, donde se puede orinar en un baño brillante y pulcro, donde preguntar a la gente no se convierte en un CAOS porque saben inglés y te entienden, son amables, sonríen, son simpáticos, donde las maletas llegan luego de una espera normal, ni muy larga ni muy corta, y donde hacer tu camino para encontrar lo que buscas es tan fácil como seguir las indicaciones. Un aeropuerto mejor que muchos de los europeos y desde luego a años luz del sucio y cochambroso aspecto del aeropuerto de Calcuta (o Kolkata, como se llama ahora), indigno de una ciudad tan grande, en el que aterricé la primera vez que vine a India, y donde tuve que esperar varias horas a que saliera otro vuelo con esa sensación nerviosa de no-me-enterando-de-nada y por-qué-mi-avión-no-sale.

Así que agarro el equipaje y me dirijo a la puerta. Con el miedo del turista, tener todo controlado, cuidado que no me roben, a ver quién es el que se me acerca, qué me pide, qué me hace. Sin embargo, otra sorpresa: me recibe una masa de gente tranquila, seria y bien vestida, que espera a la gente que espera, a familiares y amigos, o quizá a algún cliente, y para los que yo soy más más que uno más está llegando. Nada del calor sofocante ni del olor a humedad sudorosa de la gente amontonada en los bancos mientras espera. Nada de personas raras, de gente con ropas roídas, nada de seres extraños que me miran con cara rara y para los que soy solamente un par de billetes con patas, que fue mi impresión en Calcuta, aunque luego me di cuenta que mucho de lo que veía era mi miedo europeo.

Enfilo directo al mostrador “Prepaid taxi”, es decir, el taxi que pagas por anticipado para que no te engañen ni te lleven a donde no quieres ir. Allí sí que me toca hacer el tonto. El tío me pide 430, casi como dijo Elena, me fío y le suelo un billete de los de 500 rupias. “¿No tiene cambio?” me dice, “no, sólo eso”, “bueno pues yo tampoco tengo cambio”, y mira para otro lado. En ese segundo y medio en el que no entiendo nada y en el que no sé qué decir se acerca un cliente nuevo y me quita de donde estaba y cuando me quiero dar cuenta estoy andando a la calle pensando que he hecho el canelo. “Esta es la última”, pienso por dentro, y, bueno, así ha sido (casi).

Ya en la calle lo primero que respiro es ese olor como a azufre que llena el aire de India, al menos el de las ciudades y el de algunos sitios rurales. Ese olor que de repente me hace pensar a Calcuta, y a Konark, y a Bubhaneswar, y a Puri, incluso más, al malecón de La Habana, ese olor a “tercer mundo” de gasolina barata quemada por motores viejos que recorre medio mundo y que me perturba tanto, aunque al cabo de un par de semanas ocurrirá que ni lo noto.

Recuerdo lo que pasó en Kolkata. Allí, medio mareado, agotado por un viaje que duró 24 horas, asfixiado por el calor, angustiado, ansioso y confuso, con gente que me requería para que me llevara en taxi o para venderme algo, tuve que arrastrar las maletas por el camino que va de la terminal internacional a la de vuelos nacionales y que son 50 metros de piedras, polvo, arena, de baches y de salientes, de hierros tirados en el suelo, de alambradas oxidadas y muros con desconchones, de ruido de tráfico intenso y esos hombres y mujeres extraños vestidos con ropas roídas y de los que la impresión que tenía (obviamente equivocada) era que me miraba como quien ve un manojo de rupias. Esta vez no, llego a la zona de taxis, un tío amable y sonriente me recibe en plena calle y me ayuda a encontrar mi vehículo, y, ¡sorpresa! no pide dinero, ni siquiera unas monedas, sólo me pide el recibo de haber pagado ya el viaje y en el que viene ya escrito incluso el conductor del taxi.

El taxi en sí ya es más cutre, un vehículo años 70, mal pintado de amarillo y negro. Por segunda vez hago el tonto yéndome a sentar la izquierda, “no, the other side”, dice el chófer, claro, la dominación inglesa, aquí se conduce al revés. Me acomodo y enciende la máquina y me suelta “me, good driver, you relax?” así, para tranquilizarme, “yes, me relax”, le respondo, en ese inglés tan cutre al que tienes que retroceder a veces para que te entiendan. “Me good driver”, dice, “you sleep”, se lo sueña, que me voy a quedar dormido, y perderme el espectáculo de esa Delhi por la noche. Intento entablar una charla, “is it very far from here, the place we are going?” (¿está muy lejos de aquí el sitio al que vamos?), “me good driver, you sleep”, ah, vale, ya lo entiendo, el inglés, como los cangrejos.

“Y de repente, el... ORDEN”. Bueno, el orden hindú. La larguísima avenida de cuatro por cuatro carriles medianamente asfaltada y negra, sucia, polvorienta, pero, sí, bien ordenada, con su mediana en el medio, con sus luces y farolas, con sus coches que circulan casi siguiendo las reglas, casi en el centro de las líneas, donde nadie va en contra mano y donde no hay vacas ni perros, donde puedo imaginarme a Cristina y Alexander sufriendo en cada frenazo, curva o adelantamiento, donde el estruendo de pitos y viejos motores y escapes rechinaba en sus oídos, pero a mí esto parece otra cosa, tranquilidad, más o menos. Me relajo en el asiento y disfruto de la escena, de esta India tan moderna, de ese metro elevado, de esas luces nocturnas que están a medio camino entre una ciudad europea y un cataclismo de cine, de esos acelerones bruscos pero que me saben a gloria comparados con el CAOS que he vivido en otros sitios. Me relajo y me siento drogado y embriagado por las luces, por los colores nocturnos, por los coches y las motos y los rishaw que circulan, por la música del tráfico que discurre con fluidez, por los cambios de dirección ásperos e inesperados con los que me deleita mi chófer y también y por supuesto por el sueño y el cansancio, y por una sensación de “por fin me parece que he llegado”, y por sentirme seguro en un sitio en el que ya me creo que conozco las reglas.

Porque la India es difícil, es amorfa, indefinida, es errática e impredecible, es la confusión del cosmos. Es un sistema dinámico de fluidos en desorden, es el CAOS, sí, es el CAOS. Pero cuando ya la conoces te parece que es otra cosa, y si además esto es Delhi, la gran ciudad capital, entonces es otra cosa. Es la tranquilidad y la paz, es el orden del CAOS nocturno. Es una ciudad tan grande, tan poliédrica y amorfa que... buenas noches, mañana sigo.

jueves, 13 de enero de 2011

La ciudad de la vida y la muerte.

- Conozco una mujer que vino a Varanasi a esperar la muerte -dice el dueño, o lo que sea, del hotel en el que estamos-. Tardó 35 años en morirse. Murió a los 84 años.
Me quedo sin saber qué decirle.
- Tenéis que ir a ver los fuegos donde queman a los muertos – dice. Y me mira. Me mira esperando respuesta. Me mira con esa mirada tan fija, con esos ojos tan blancos, con esos iris marrones y ese ceño tan fruncido de color café con leche con el que miran los indios. Me mira y espera respuesta. Y yo no sé qué decirle.
- No sé si tengo ganas de verlo -creo que solté, más o menos.
- ¿Por qué no? Es una cosa bonita -dice. Y se va.
Ir a la orilla del Ganges a ver donde queman los muertos. Trago saliva. No he visto un muerto en mi vida, y aquí no sólo me dicen que vaya a ver cómo los queman sino que encima aeguran que es una cosa bonita. Así. Y luego se van, tan tranquilo.
Si hay una cosa que me molesta que me noten turista. Sí, ya lo sé, es imposible. Con mi piel blanca, mi mochila en la espalda, mi cámara de fotos al cuello, mis andares europeos y mis pintas de hippie-pijo-ingeniero-artista-alternativo-adinerado. A ver cómo no se me nota. Pero no me gusta. Me gustaba en Roma, cuando la gente podía imaginar que quizá era italiano. Cuando podía mezclarme con la muchedumbre y nadie sabía quién era, si era de aquí o si era de allí, si era un turista o si no. Pero en India, es imposible. Por eso me desconcierta. ¿Me habrá tomado por un turista? ¿De esos de los normales? ¿De los de gorra o sombrero, camisa de colorines, pantalón corto de safari y chanclas con calcetines? ¿De los de ir a los sitios a ver cómo son de raros? ¿De los de correr, hacer fotos, reírse de sus costumbres y cenar en el macdonalds? ¿De esos que en cierta forma odio, detesto, abdico y reniego, pero que en el fondo y aunque me pese es lo que en realidad soy yo? ¿Ir al Ganges a ver quemar a los muertos? ¿Pero qué es eso? ¿La enésima atracción turística del show del circo de India? Mañana veremos.

Día siguiente, después del desayuno. Puerta del hotel.
- Varanasi es una ciudad complicada. -dice el mismo tipo de ayer-. Las calles del centro antiguo son un laberinto. Para que no os perdáis, este amigo os va a llevar hasta el Ganges. Así no os perdéis.
- No hace falta, ya preguntamos -dice uno de nosotros.
- No -sentencia, muy seriamente, cerrando los ojos, moviendo la cabeza hacia un lado, con esa expresión tan hindú de “no os preocupéis por nada” o “esto es así y así es”-. Cortesía del hotel.
- Vale, pues muchas gracias -creo que digo, sin saber qué decir.
El amigo. Un tipo gordo, rechoncho, piel morena, unos 40 años. Cara redonda y dientes oscuros por esa cosa tan rara que mastican los indios y que escupen que da asco. Al menos sabe algo de inglés. Empezamos a andar.
- ¿A éste hay que pagarle? -pregunta Elena, que llegó al final y no se enteró de nada.
- El tío del hotel dice que es cortesía -le respondo.
- ¿Y eso qué significa? - me dice.
- Y yo qué sé -respondo- Estamos en la India, todo es posible.
- No me gusta. Mira qué cara tiene.
- ¿Y qué quieres que le haga, le digo que se vaya?
- Yo no le doy más de 10 rupias -me dice.
- Pues vale.
Caminamos. Las calles, la verdad, son laberínticas. Busco una referencia para cuando estemos solos pero lo único en lo que me fijo es una vaca que pasa de mí. Esquinas, vueltas y recovecos. Paredes blancas y suelo de piedra. Barrio de Santa Cruz (más o menos). Frío, o más bien, humedad. Llegamos a un ghat.
- Éstas son las escaleras -dice el tipo-. Se llaman Ghat. Son las escaleras que llevan al Ganges. En esta época el río está bajo, pero con el monzón sube muchísimo. Fijáos, en esa pared -una señal, una raya- hasta ahí llegó el agua en el año 1978 -es verdad, está escrito el año. Miro hacia abajo, increíble. Habrá como 10 metros de altura hasta donde está ahora el...
...el Ganges. Lo contemplo y me emociono un poco, pero no dura mucho. Está sucio, es marron, de un color a café muy espeso. Como, por cierto, las escaleras, los edifios, los indios, todo. Creo que no me gusta. Cuando atardezca, como habréis leído, empezará a gustarme. Esta mañana aún estoy en estado de shock.
- Conozco una mujer que vino a Varanasi a esperar la muerte. Tardó 35 años en morirse. Murió a los 84 años.
Esta historia creo que me suena. Es lo malo de ser turista.
- Mi abuela tardó más tiempo. Me trajo aquí cuando yo tenía 12 años para que la acompañara a morirse. Murió a los 105 años. Y aquí me quedé.
Me quedo con la boca abierta.
- Te gustó Varanasi -pregunto.
- Me gusta. Es una ciudad tranquila.
Caminamos. El Ganges sigue su curso, suave. A un lado, montañas de leña altas como dos personas. Paramos junto a una construcción de piedra.
- Éste es el crematorio eléctrico -la señala-. Aquí se incineran los pobres, la gente que no tiene dinero para pagar la leña. Claro que no es lo mismo, para conseguir la liberación hay que quemarse con la madera adecuada. Allí -señala al frente-, al borde del río, es donde se quema con leña.
Nos acercamos. Hay como un mirador, con una varandilla oxidada. Debajo, a unos 3 metros, la pila de leña. Encima, un muerto. Es la primera vez que veo un muerto. Un cadáver de verdad.
- Ése murió hace unos días. Creo que tuvo una enfermedad.
Yo no paro de mirar al muerto.
- Aquí no se puede hacer fotos -dice en voz alta- pero -se me acerca al oído- si pones la cámara y no miras el visor y te haces un poco el tonto puedes hacerlas.
El cadáver es una mujer. Está encima de una pila de leña alta como lo era ella misma. Está vestida y pintada y tiene incluso pendientes.
- Hay que quemarlos como murieron, con todas sus cosas. Después, las cenizas se limpian en el agua. Si el brahman encuentra algo, anillos, pulseras, joyas, tiene derecho a quedárselo y puede hacer lo que quiera, incluso venderlo. Es suyo. La familia no puede reclamar nada.
- ¿Ése es su pago por incinerarla? -pregunto.
- No, al brahman se le paga. Pero si encuentra cosas cuando limpia las cenizas, esas cosas ya no son del muerto. Ni tampoco de la familia.
Ponen más leña sobre el cadáver. Le echan una cosa encima, como una crema blancuzca.
- Eso que echan es ghee. El ghee es mantequilla clarificada. Se usa también para hacer comida.
- Es para que queme bien -dice Elena, que está a mi lado.
A mi derecha llega un grupo de personas. Parece que llevan algo envuelto en una especie de sábana de filos dorados, de un tejido vaporoso y blanco, con hilos de varios colores. Por un lado asoma una pierna.
- Ése de ahí es otro muerto. La pila de leña que veis -señala más a la derecha- es para él.
Cojo la cámara y me hago el tonto. Hago como que la estoy limpiando. La coloco en posición y dispro, una, dos, tres, más veces. Suena demasiado. Alguien me mira, la guardo.
Observo cómo se desarrolla la escena. La mujer de antes está ahora cubierta de esa crema que se llama ghee, y empiezan a ponerle aún más leña por encima. Un tío gordo que estaba a mi lado se está cambiando de ropa. Su cabeza rapada y una especie de cuerda que le cruza el tronco y la espalda le delata: es un brahman. En el otro lado, al recién llegado lo están desnudando. Le untan el mismo ghee por todo el cuerpo.
- Ése que está llegando es su hijo. Es el que va a incinerarlo.
El hijo es un muchacho joven, no pasará de 20 años. Delgado, como su padre, que, por cierto, parece también joven. Me fijo en las caras, no hay lágrimas.
- Aquí no puede haber mujeres. Las mujeres y los niños son demasiado sensibles. Ellos no vienen aquí.
En efecto, las únicas señoras que veo son unas pocas turistas.
A mi izquierda el cuerpo de la mujer muerta está totalmente cubierto de madera. El brahman está a su lado, nada serio, casi parece que bromea con alguien mientras mete unas ramitas pequeñas, una especie de paja, por los recovecos de donde está la leña. A mi derecha, el hombre ya ha sido colocado sobre la pila de leña.
- Ésa no es madera suficiente. Ese hombre no va a arder bien.
- ¿Por qué no ponen más? -pregunta alguien.
- Posiblemente, no tienen dinero suficiente. Aún así, prefieren incinerarlo aquí que no en el edificio de antes. No quieren estar con los pobres.
Saco de nuevo la cámara e intento hacer alguna foto. La gente me deja tranquilo. Las fotos no salen bien, es lo que tiene no mirar por el visor, no enfocar, no poner zoom. A mi izquierda empiezo a ver humo. El brahman está haciendo el fuego. A mi derecha alguien le explica al chaval cómo tiene que echar una cosa, un líquido, sobre su padre.
“En la India la muerte no es mala” recuerdo las palabras del dueño, o lo que fuese, del hotel que nos hospeda. Desde luego que lo parece: aquí nadie parece triste. Más bien, es algo normal. Hago fotos a mi alrededor, de espaldas a los dos cadáveres.
- En la India puedes hacer las fotos que quieras. Sólo tienes que respetar los muertos, y a lo mejor, a ésos -me señala un “intocable”, uno de la casta baja-. Ésos muchas veces no quieren salir en las fotos.
Me da igual, yo se la hago. Observo todo. La visión, la tranquilidad, la normalidad cotidiana. Veo a la gente india que se detiene a mirar, tan normal. “Varanasi es una ciudad turística, turistas de todos los sitios, de fuera, y también de la India”. Estoy en medio de India, esto es algo muy normal, la muerte no es como yo me temía un espectáculo para occidentales y asiáticos del lejano este. Observo la gente paear, gente de todos los sitios. Todo parece normal.
Empiezo a oler a barbacoa. La primera pila, la de mi izquierda, está ardiendo por debajo. Me señalan un templete un poco más hacia arriba.
- Ese templo tiene un fuego más antiguo que Varanasi. Dicen que lo encendió Shiva. Si tienes dinero para pagarlo, es el mejor fuego para incinerarte. Lo controlan los intocables. No son pobres, son una mafia. Son los que venden la leña y los que te dan el fuego. Bueno, yo me voy -nos dice-. Si queréis algo más me llamáis.
Nos saluda y se va tan tranquilo. De pedir dinero, nada.
- ¿Qué hacemos? -pregunta alguien-. ¿Damos un paseo?
- Vale.
Empezamos a caminar el Ganges, dejando atrás dos cadáveres. Uno ya se está quemando, el otro empezará en breve. No me vuelvo cuando empieza a oler a carne quemada. Varanasi, la ciudad de Shiva. Donde viene la gente a morir. La muerte es algo normal en la India. Aquí nadie llora. Nadie se conmueve.  


martes, 11 de enero de 2011

Una ciudad como cualquier otra

Varanasi es una ciudad como cualquier otra de la India. Sus edificios son sucios, viejos y descuidados, bloques sencillos y antiguos que se vuelven enrevesados ante la cantidad de terrazas, patios, muros, columnas, azoteas, escaleras y ventanas, rejas de hierro oxidado, barandas despintadas de blanco, paredes agujereadas y vallas a medio terminar. Estructuras bajas e informes de rara vez más de tres plantas cuya irregular figura no se sabe si se debe al continuo paso del tiempo o a que en realidad nunca las construyeron del todo. Casas de cemento visto, algunas de ladrillo al aire, que recorren una gama entre el gris, el marrón y el bruno, salpicadas de fachadas que mantienen el recuerdo de haberse pintado hace tiempo de azulado, cetrino o rosa, y que en realidad sólo alguna conserva fresca esa memoria.


Las calles de Varanasi están llenas de templitos. No me refiero a los grandes, a los enormes santuarios con cúpulas y torreones, relieves y frescos preciosos, que por su puesto los hay, sino a la cantidad de altarcillos, humildes y pequeñitos, incrustados en los muros, entre las casas y tiendas, o en patios entre las calles, repletos de figurillas en su defecto de estampas de dioses multicolores con varias cabezas y brazos y adornados con guirnaldas de unas flores color naranja, redondas como claveles, y por otras flores falsas de plástico rojo y verde. Del techo de los templillos cuelgan unas campanitas pequeñas como ratones que la gente hace sonar al empezar una puja. A los pies de las figuras se colocan unas vasijas, como unos vasos de cobre, que están llenos de algún líquido, agua, leche, yogurt o coco, que no sé bien qué significan, y, a veces se coloca comida, arroz, chapati o algún dulce, que es lo que llaman prasat y que una vez bendecido se reparte entre la gente y, por supuesto, se come.

Los templitos se perfuman con sándalo incandescente o con barritas de incienso. Casi siempre se encienden de noche, o a lo sumo al caer la tarde, y a la explosión de colores se suma una nueva de olores, de forma que cada tres o cuatro pasos sientes una fragancia distinta: puedes pasar de los humos de un amasijo de coches, de la fea pestilencia, más de apariencia que de olores, de una montaña de caca, de las aglomeraciones de fritos, lentejas, mantequilla y pan a las embriagadoras esencias de los olores de incienso. La India está llena de olores, como lo está Varanasi, esa mezcla de tierra seca, de menta, cardamomo y especias, de té de leche y jengibre, de olor q sudor humano entre dulce, rancio y viejo, de comida recién hecha, y, sobre todo, de coche. Ese olor a coche viejo, a óxido, metal y cuero, a aceite industrial mal usado, y a gasolina quemada, una gasolina cutre, poco y mal refinada, que deja un regusto de azufre que impregna por donde vayas.
Las calles de Varanasi, como las de toda la India, son la mayoría de tierra, salvo las más principales que son las que están asfaltadas, pero de eso hace tanto tiempo que están llenas de agujeros, de socavones y baches. Una tierra que aquí es ocre, de un color a vainilla clara, un polvillo tan sutil que del trajín cotidiano se levanta y se te pega, lentamente y sin que te des cuenta, en la ropa, en la piel, en la nariz y garganta, en el pelo y los zapatos, y que poco a poco te ensucia sin conseguirlo del todo.

Pero si algo tiene India, y, claro está, Varanasi, es gente por todas partes. Una masa de personas que hierven de movimiento. Un pulular incesante, un trajín impresionante de personas, coches, bicis, de motos y taxis, de eso que llaman rishaw que son unas bicicletas que tienen detrás dos ruedas que sostienen un asiento en el que se sienta la gente, y esa variante moderna que en realidad es lo mismo pero con el motor de una moto y que se llaman autorishaw. Unas calles atestadas cuando las ves de lejos parecen una marabunta de hormiguitas de colores, de ruidos, de motores, de gritos y de bendiciones. Y, sobre todo, pitidos. Porque aquí siempre se pita, no para mostrar enfado ni para reconvenir a nadie sino para decir “estoy cerca, y como nos descuidemos un poco a lo mejor nos chocamos”. Pitan para delatar su presencia, como lo hacen los pájaros. Y como siempre están cerca de otro coche u otra persona, pues están siempre pitando.

En este hervidero increíble se mezcla todo tipo de seres. Se mezclan ricos y pobres, comerciantes y mendigos, gitanos, brahamanes, renunciantes y normales, personas bajas y altas, y todos parecen iguales. Se mezclan incluso animales, en una masa caótica en la que nada parece importante. Las vacas van a lo suyo, pasean, mastican, se paran, rebuscan, entre los bidones, desperdicios de verdura. Los perros no son distintos, salvo porque son más chicos, más humildes y más ruidosos, saltan, corren, gruñen y ladran, se acercan a las personas poniendo cara de pena y se enroscan en el suelo a la hora de echar una siesta. Los monos son los más listos, porque viven en las ramas. Bajan de vez en cuando para observar desde el suelo y luego, dando dos saltos, vuelven por donde vinieron, a seguir con sus monadas. Y los hombres y las mujeres son en realidad lo mismo que el resto de animales. Sí, son distintos, comercian, hablan, cocinan, gesticulan y otras cosas, van vestidos en vez de desnudos y a veces quizá incluso piensan, pero en realidad es lo mismo, sus vidas son muy parecidas, viven sin pensarlo mucho, viven sencillamente viviendo, sin disfrutar y sin penas, una vida tan normal que a nosotros desconcierta. Aquí se comprende fácil por qué creen en la reencarnación: ayer fuiste vaca y muy bien, antes de ayer, mono o perro, hoy te toca ser persona y mañana no sabemos, pero en realidad poco importa. La vida de un indio, de un perro, un mono o una vaca en realidad son la misma. Como decía un famoso, “el problema de la India es que nunca hay ningún problema”.

Y otra cosa de la India es el comercio incesante. Hay tiendas en los palacios, en los templos y en las casas. Hay tenderetes formados por dos palos y una lona, hay quien se planta con un saco lleno de pan de lentejas, quien prepara tortillas y fritos en unas sartenes enormes, quien se pasea con un hornillo y te hace en un momento un chai -té-, quien hace zumo exprimiendo larguísimas cañas de azucar o moliendo y echando agua en todo tipo de frutas, quien mezcla yogurt y azúcar y hace un lassi en un momento, quien tiene su tienda exclusiva de joyas, de sarees de seda, de lanas, de plata y de oro, quien vende tecnología en forma de cedés de música, móviles u ordenadores, quien tiene una farmacia en la que vende de todo, incluidos refrescos y dulces, quien por la noche calienta patatas dulces al horno y las recubre de masala o quien vende cacahuetes calentitos como castañas...

Y, luego, sin darte cuenta, te vas alejando del ruido. Te metes en callejuelas estrechas, húmedas y viejas. Notas que ahora el suelo está hecho de adoquines y que tus pasos resuenan entre las paredes altas. Te alejas y vas entrando en un laberinto de calles encaladas, blancas, pintadas con unas letras que no sabes si hindi o sánscrito, unas paredes que parecen más antiguas que las otras. Te aturde que aquí no hay ruido, te sientes raro ante la presencia de alguna vaca o de un perro que pasean solitarios. Casi te da miedo cuando doblas una esquina y te cruzas con un indio. Estás como en otro mundo, frío, lleno de sombras, donde el sol ya no se ve y su claridad se oscurece ante la estrechez de las calles. Es algo así como el borde, la frontera entre dos mundos, entre la Varanasi nueva que dejaste a tu espalda y la Varanasi vieja que se abre allí, justo enfrente. Casi sin que te des cuenta llegas a unos escalones altos, rudos y escarpados, los ghats, que cuesta bajarlos. Los desciendes lentamente cuidando de no caerte, giras algún recoveco y sigues de nuevo bajando. Y, entonces, lo encuentras. En otro tiempo, el Ganges. Y ves las montañas de leña y hueles a carne quemada. Y ves un grupo de gente reunida alrededor de una hoguera. Y escuchas alguna campana y un canto suena a lo lejos. Y entonces te acuerdas de algo que te dijeron: que Varanasi es antigua, una de las más viejas del mundo, y que es una ciudad santa. Porque Varanasi, además de una ciudad india, es la ciudad de los muertos. Pero ésa es otra historia.

domingo, 9 de enero de 2011

Atardecer en el Ganges

Las aguas marrones del Ganges fluyen con tranquilidad. Se mueven con una calma que casi parece irreal. Se mueven tan, tan despacio, que apenas parece posible que nazcan en el Himalaya, que surquen montañas y valles, que atraviesen India de oeste a este y que lleguen hasta Bangladesh para terminar dividiéndose en una miríada de brazos, esparciéndose por la tierra, derramándose entre arrozales y plantaciones de té, para terminar en un delta que conduce al fin hacia el mar. Que crucen océanos de tiempo para rememorar historias y leyendas de guerreros, de dioses y de monasterios, de reyes, príncipes y aventureros, de eremitas, de sacerdotes, de gente humilde y opulenta, de comerciantes, de ascetas, de astrólogos y curanderos, de peregrinos de Oriente y buscadores de Occidente, de razas y religiones y reinos y hasta de imperios. De Shiva y de Krishna y de Buda y de las miríadas de millones de personas que los siguieron. Y que todavía los siguen.

Estoy en una barca, tumbado. Una barca de madera vieja. Tan vieja, humilde y gastada como parece el barquero, que con su ritmo pausado, lento como lo es el Ganges, nos garbea por entre las aguas y nos cuenta alguna historia. Nos dice que este lugar -Varanasi, la ciudad de Shiva- es la más vieja del mundo, tan vieja que su memoria se pierde en las brumas del tiempo. Que aquí viene gente a morir porque quien aquí deja la vida nunca vuelve a reencarnarse, y que lo mismo sucede a quien es traído ya muerto y se le quema en la orilla y se le purifica en el Ganges.

Me incorporo un poco más y esto me parece irreal. El brillo centelleante del sol entre las olas, pequeñas, tenues, casi inexistentes, los pájaros que revolotean poco antes de acostarse, las brumas que a lo lejos se asoman entre la penumbra, el sol, un disco lejano, vaporoso, frío, descendente. Decenas de embarcaciones que como la que estoy sentado llevan algunos turistas, indios, occidentales y asiáticos, que contemplan el espectáculo, barcas que parecen pintadas, hechas como de acuarela, cuyos contornos se funden con las brumas que se levantan.

Miro hacia la izquierda y veo una masa de tierra ocre, casi del color de las aguas, con sus grupos de turistas tanto indios como extranjeros que han pasado la tarde hablando, comiendo y bebiendo, vagueando por la arena, quizá cantando y bailando, y cabalgando en alguna de las monturas que alquilan. A lo lejos, siempre a la izquierda, un contorno color verde parece indicar la floresta, pero parece tan lejos que es como si no existiera.

A la derecha, Varanasi, la ciudad más vieja del mundo. Una hilera de edificios, la mayoría del mismo marrón que el Ganges, y cuya edad y recuerdo se confunden con la Tierra. Una masa de viviendas, de templos, hoteles y tiendas, de columnas y de muros, cúpulas, torreones, ventanas, de terrazas y azoteas, altas como el orgullo, que descienden abruptamente hacia la orilla del río a través de unas escaleras grandes, espigadas, rudas, algunas de ellas pintadas de colores despintados.

Y, por todos lados, gente. Gente de todos los tipos. Turistas extranjeros, indios, peregrinos y mendigos, ascetas de barba larga y de pelo enrevesado, santones que van de naranja y que cantan cosas raras, brahmanes semidesnudos que practican cremaciones, tenderos y vendedores que ofrecen casi de todo, niños indios y gitanos, dalits de la más baja casta que transportan la madera o hacen obleas con la caca, personas que lavan la ropa en las aguas marrones del Ganges, mujeres vestidas de sari, europeas en vaqueros o falda, asiáticas con sombrero y ropas estrafalarias que se cubren boca y nariz con mascarillas, grupos de jóvenes indios que risotean galanteándose, hombres que te dan la mano para ofrecerte un masaje, cientos, miles de personas tan diversos como el mundo que pasean entre edificios, entre escaleras, entre dibujos de Shiva y de Ganesh y de cientos de otros doises, entre columnas de rosa y paredes de naranja, entre arcos de mármol viejo pintados de rojo y verde, entre oraciones en sánscrito y entre anuncios en inglés e hindi. Y animales: vacas, perros, búfalos, monos y cabras.


Un chaval se nos acerca remando en otra barca que está cargada de velas. Son unas velas pequeñas, dispuesta cada una de ellas en un platito pequeño hecho con hojas y rodeadas de flores. El barquero nos anima para que se las compremos, que nos sirven para hacer la puja. La puja es la oración que realizan en la India. Hay tantas pujas como indios, como los que hay y los que han habido. En este caso consiste primero, en encenderlas, luego en decirnos por dentro los nombres de nuestros padres, luego de hermanos y hermanas, luego cinco veces un mantra -om nama shivaya- girando cinco veces la vela alrededor de la cara, y luego dejar flotanto sobre las aguas del Ganges. El gesto parece estúpido pero por algún misterio serena. Quizá sea por la imagen de puntitos de luz flotando, alejándose, desapareciendo en el Ganges.

El Ganges. Veo la maranbunta de gente, de colores y de cosas, y a la vez es como si no veo nada, porque el Ganges hipnotiza. El Ganges marrón y lento que brilla al atardecer.

Miro pasar el Ganges y parece que el tiempo se para, que el Ganges está más allá de las cosas de la tierra. Que es una pausa en el recorrer del mundo. He visto gente mirarlo durante horas y no dejar de mirarlo. Me he visto a mí mismo mirándolo sin poder dejar de observarlo. He visto una ciudad entera levantarse y venerarlo, y un país, una cultura, rendirse a sus pies y rezarle. Maa Ganges, la madre Ganges, el agua que les da la vida, les alimenta y les limpia. Que les purifica por fuera y les amansa por dentro. Y he entendido por qué, a pesar de su sucio aspecto, a pesar de la cantidad de gente, sigue siendo un río sagrado: porque a llena de paz el mundo. Porque quien pasea a su lado se convierte en otra persona. Aunque sea por poco tiempo.

miércoles, 5 de enero de 2011

20 horas en tren

Pasar 20 horas en tren desde Delhi a Varanasi significa vivir muchas cosas. Significa, primero de todo, no saber lo que está pasando. No saber por qué el tren no sale, por qué estamos parados, por qué tarda media hora en dar señales de vida, por qué da tres impulsos hacia un lado cuando al final sale hacia el otro, o por qué tu vecino de viaje te dice “¿16 horas? ¡A veces tardamos 20!”. Bueno, esto sí que lo entiendo, que 200 años de dominación británica tienen que haber servido para algo.

Pasar 20 horas en tren significa conocer mejor la India. Entender que las apariencias engañan, que
nada es lo que parece, que mi vecino de enfrente con pinta de vagabundo es en realidad un médico de una corriente ayurveda que hasta entonces no conocía, que cura problemas de ciática y dolores de estómago y huesos a base de hierba y masajes. Que mi miedo a viajar en tercera se me quita a los 5 minutos cuando veo que la limpieza del tren es de verdad cuidadosa. Que la comida que sirven y de la que no me fiaba está en realidad buenísima y además no cuesta nada. Que el cuarto de baño europeo huele que apesta a meado y que el tradicional de agujero y de ponerse en cuclillas es más cómodo, aséptico y limpio. Que el sistema de asientos-hamacas son de una comodidad extrema, que nos dan sábanas limpias y unas mantas bastante buenas, que la calefacción quita el frío y que todas estas cosas juntas me recuerdan al tren Roma-Lecce sólo que mucho mejor, tanto que en los viajes por Italia apenas podía dormir nada y en este que cruza la India descanso de maravilla. Que da tiempo para leer, para hablar con los vecinos, para conocer a una mexicana, a unos israelíes, a una señora india que no habla nada de inglés e incluso a una chica belga que hizo erasmus en Sevilla.

Pero, sobre todo, pasar 20 horas en tren cruzando India significa ver muchas cosas. Significa ver un montón de indias, de la rural a la urbana, de la soledad de los campos a las aglomeraciones de gente, de los pasos a nivel a las estaciones de tren, de las fábricas llenas de humo a la naturaleza llena de vacas. Ver la India como es, o, al menos, como se ve desde el tren. Así lo vi desde mi cámara, en crudo, sin retoques de ningún tipo: http://picasaweb.google.com/igansio/20HorasEnTren#


lunes, 3 de enero de 2011

Gulf Air 136

El avión que me lleva de Bahrain a Delhi parece un autobús de inmigrantes. Ser el único blanco entre tanta piel morena me pone un poco nervioso, no porque no me gusten o porque les tenga miedo, sino porque me siento raro, una anormalidad, un invasor de otro mundo. Soy un pez fuera del agua que no se entera de nada.

Entran en tropel y parece que nunca se han montado en un avión, cosa que, por otro lado, me parece complicado, porque si están en Bahrein quiere decir que han venido, y desde luego son indios. Discuten buscando su sitio, se confunden, van y vienen, no saben contar los asientos, vuelven locos al personal de vuelo. A mí me hablan en hindi y yo les respondo en inglés, y, cosa rara, no lo entienden, y ni siquiera lo intentan. ¿Quiénes son, de dónde vienen? Sus pantalones gastados, sus zapatos roídos y viejos, sus barbas mal afeitadas, me parecen inmigrantes, gente de ese grupo inmenso que está dejando la India para vivir en el Golfo, para trabajar en hoteles, en restaurantes y bares, para servir a turistas que vienen desde el otro lado, desde Europa, de occidente. Luego los miro mejor y me parece que no, que éstos no son inmigrantes. Sus pintas un tanto cutres en realidad son prejuicios, ese velo occidental que me tiene cubiertos los ojos y que se me caerá en unos días. Les miro mejor lo que llevan y me parece que son indios ricos. ¿Empresarios, o turistas? Una cosa me sorprende: las mujeres llevan velo y visten como musulmanas. Indios musulmanes, entonces, ¿quizá son peregrinos que están volviendo de la Meca?

El aire impersonal del avión empieza a cambiar de perfume. Se llena de un olorcillo rancio, suave, de sudor dulce, como a cuero viejo y curtido, un olor que me recuerda a las casas antiguas y enormes en las que vivía la familia de mi abuelo en un pueblo de Extremadura. El olor al principio me molesta, luego empiezo a acostumbrarme y más tarde lo recuerdo: es el olor a piel india, un olor que hasta me gusta, que me sabe a natural, a de verdad, a más real que los olores que destilan en nuestro aséptico mundo de limpieza impersonal. El olor se mezcla con otros de arroz basmati y especias, y más tarde con la menta, no, espera, es cardamomo, de un ungüento que se echa la mujer que está a mi lado. Una anciana de cara arrugada vestida con túnica verde y cuya cabeza cubre un velo negro y dorado. Una señora mayor a la que tuve que ayudar a ponerse el cinturón, analfabetismo del siglo XXI, y a la que su marido, sentado detrás, tiene que rellenar el formulario que piden en inmigración. Ella sólo lo firma. No sólo le pasa a ella, más de uno tiene que hacerlo por su compañero de asiento.
Miro por entre la gente y veo zapatos quitados, pies descalzos, gente humilde. Simplicidad cotidiana que no quiere decir pobreza, si no por otra cosa sólo porque permitirse un avión para ir al Golfo Pérsico no puede resultarles barato. Saltemos las apariencias, esta gente tiene dinero. ¿Cuántos prejuicios tengo? Más viajo y más los siento.

Quizá por eso me gusta, por eso India me emociona. Porque me limpia la mente, los ojos y las ideas. Porque me enseña que el mundo no es sólo como nos lo cuentan, como lo veo en Sevilla, como lo veo en mi vida. Porque existe otra forma de ser, que sí, claro, que me choca, que podría decir que molesta, pero luego me acostumbro y con un poco de paciencia me doy cuenta de que vale, de que sirve, que funciona. Que esta vida de esta gente es tan buena (o tan mala) como buena o mala es la nuestra.

Bahrain

Hablar de una ciudad, de un país, de una cultura, del Golfo Pérsico, a partir de lo que se ve desde el interior de un aeropuerto, es sin duda una aberración. Pero como es lo que veo y como no tengo otra cosa que hacer, pues os lo cuento.
El aeropuerto es como cualquier otro: suelo brillante, moqueta de rallas, asientos cómodos, anuncios de telefonía móvil y de bancos, y por supuesto tiendas, muchas tiendas, duty free, carísimas, por todos lados. Sorprende un poco que todo esté en árabe además de en inglés, pero te acostumbras rápido.
La gente es casi normal: turistas con cara europea, empresarios enchaquetados, alguna que otra tez morena, nariz grande y bigote turco, mujeres de todos los tipos, algunas con pelo tapado, un puñado incluso con saris (éstas, claro, van a la India, o a Pakistán, o aledaños), la mayoría en pantalones vaqueros, sudadera o camiseta. Algunos hombres llevan túnicas, largas hasta los tobillos, la mayoría de blanco, otros caqui o tono verdoso, la cabeza tapada con algo, un gorro redondo, un pañuelo enrollado. En realidad nada extraño que no se pueda ver en cualquier aeropuerto del mundo.
Me fijo en lo que está fuera  y que se ve por las ventanas. El pasillo largo en el que me siento, dos hileras de cristales. A la izquierda, Bahrein, y a la derecha, también, pero son tan distintos que parecen dos mundos aparte. El de la izquierda es humilde, casas bajas y palmeras, edificios rectangulares que no superan los tres pisos, cuatro o cinco algún caso raro, cajones de zapatos amontonados. Colores marrones y blancos, algo de verde muy espaciado, polvo y arena, parece. El cielo está sin una nube, claro de un tono azuloso con apariencia arenosa. El paisaje pordría ser el mismo que el de cualquier ciudad europea de la zona del mediterráneo, si no fuera porque asoman un par de edificios con cúpula y torres altas y estrechas, es decir, unas mezquitas. Me imagino así el magreb, el otro mediterráneo, nuestros vecinos de abajo.
Y a la derecha, el mundo cambia: edificios de diseño, torres casi rascacielos, césped verde y flores rojas, coches de lujo aparcados, torres, banderas, antenas. Una apariencia de nuevo, quizá a algo falso o inventado, algo que ha crecido de pronto y que por lo que aún no pasado la historia, a pesar de que una especie de centro comercial enorme intente imitar a una cosa que hace pensar a un palacio, pero no, no es capaz de engañarme.
Y, muy cerca, el mar. No lo veo ni puedo olerlo, pero se nota en el aire.  No lo siento sobre el cuerpo, pero miro tras las ventanas y consigo imaginar su efecto, un viento suave en la cara, un poco de arena, perfume de sal . El cielo de un mar azulado y grande como el Golfo Pérsico. 
Paso el tiempo medio dormido. Encuentro una fila de asientos más cómodos de en los que estoy y me recuesto sobre ellos. De repente, un estruendo, un trueno, un ruido ensordecedor que rompe el aire en mil pedazos. Miro adelante y lo veo: está despegando… ¡un caza! ¡Un caza! ¡Un caza, he visto un caza! ¡Y ahí va otro! Un par de ricachones jeques, ¡seguro!