martes, 15 de marzo de 2011

Viajar por el metro de Delhi

Ya sólo me quedan recuerdos, pero es como si fueran ahora. El metro de Delhi, por poner un ejemplo.

El metro de Delhi es limpio, al menos, para ser de India. Tiene esa fina neblilla y ese polvillo en el suelo que indica que se está en la India. El pavimento es opaco y no brilla, las ventanas son más bien translúcidas, las paredes se ven usadas a pesar de tener pocos años (en algunos casos sólo meses) y tiene en general ese aspecto de austeridad y descuido, como de algo hecho a retazos, de cosa sin terminar del todo que es lo que en realidad aparenta casi todo lo que hay en la India. Pero lo que más sorprende es que el metro no huele a metro.

Cuando uno entra en un metro lo primero que percibe es que está entrando en un metro por los olores que llegan: esos efluvios tan típicos a humanidad comprimida mezclados con grasa de máquina y estructuras de metal chirriante, olores de calor humano y de frialdad de ingeniería. Sin embargo, el metro de Delhi a lo que huele es a India, y de hecho no hay mucha diferencia entre el perfume en la calle y los aromas de dentro, que son siempre los mismos, esa mezcla de polvo seco y humedad de menta fresca.

En lo que sí se parece el metro de Delhi a cualquier otro metro de cualquier otra ciudad del mundo es que cuando te montas te encuentras un escaparate de lo que hay en el sitio. Para mí es fascinante, y en Delhi más todavía porque hay gente tan distinta, entre sí y a lo que estoy acostumbrado, que parece casi imposible que estén todos aquí tan juntos. Los hay que se ven bien situados, con sus teléfonos nuevos y sus ropas de marcas caras. Cierto, no es como en Londres, donde todos tienen iPhone, o HTC en su defecto, pero sí que hay muchos con nokias o blackberrys de los buenos. Los hay con pinta de informáticos, con sus bolsas o sus mochilas en la que parece que llevan ordenadores portátiles, con camisas de rallas claras y bolígrafos en los bolsillos. Los hay que tienen aspecto de ser de tener menos dinero, cosa que se denota por llevar pantalones más usados y más viejos, que por alguna razón que no entiendo muchos son de los de campana, ajustados a la cintura, estrechos casi toda la pierna y más amplios en los tobillos, y con camisas ajustadas estilo años sesenta. Hay mujeres de cierta casta que no he sabido cuál era que tienen la piel más oscura que el resto y me da que son más bien pobres pero que visten unos sarees de unos colores que impactan, brillantes y maravillosos, quizá no caros pero sí buenos, que se ponen joyas doradas en la nariz y en las orejas y tobilleras brillantes llenas de piedrecitas, que se pintan con un esmero y se arreglan con una gracia que las jóvenes van preciosas y hasta las viejas son guapas. Hay un grupo de mujeres, especialmente adolescentes, que visten más informal con pantalones de chándal o con mallas ajustadas, con camisas estampadas o camisetas anchas, y hay mujeres elegantes con vestidos bastante caros, pero en lo que todas coinciden es que ninguna va con escote ni con cosas ajustadas, quizá por cierto pudor implícito o simplemente para que no las miren, porque aquí los hombres miran. Hay otro grupo de gente, hombres en su mayoría, a los que sí se ve pobres y se ve que no usan mucho el metro porque se confunden siempre, se lían al buscar la línea, no saben meter el billete, no esperan a que se abran los tornos y cuando entran sonríen con esa cara de tontos que tienen los niños chicos cuando entran en un sitio nuevo. Me impactan los varones sikh, una religión que entremezcla las creencias musulmanas con la tradición hinduista, y que son esos hombres tan típicos que se cubren la cabeza con un turbante muy grande, casi siempre muy bien hecho, de color más bien oscuro, como remangado en la frente, o que llevan como un pañuelo ajustado en la cabeza con un gurruño en el centro con un moño de pelos largos, originarios de una región que se llama Punjab pero que en Delhi, que está justo al lado, son una cantidad enorme.


Otra cosa interesante es cómo la gente me mira. La mayoría me ignora, hacen como si no estuvieran, con ese pasotismo tan indio de que eres parte del ambiente como lo es el aire del cielo, tan trasparente que ocurre que parece que no estuviera. Una minoría se sorprende cuando me veía en el metro, y parecen tan simples e ingenuos que se me quedaban mirando con los ojos clavados en mi cara sin ningún tipo de vergüenza, como lo hacen los niños cuando ven algo que no entienden, como la gente de pueblo cuando llega un forastero. Son miradas de ojos blancos en contraste con la piel oscura, con iris también marrones y pupilas pequeñas y negras. Son miradas de ojos abiertos que delatan extrañeza, pero una extrañeza limpia, espontánea e sin malicia. Me hubieran mirado por horas, si los viajes duraran tanto, y cuando yo los miraba casi ninguno apartaba la mirada, nada desafiante, sencillamente, mirando. Como, por cierto, hacían algunos cuando caminaba por la calle o cuando iba en rishaw.

Dejaron de sorprenderme los cacheos de la policía a las puertas del metro, a todos y cada uno de los pasajeros, por supuesto, con dos entradas, uno para las mujeres, con un biombo discreto para que nadie las viera y con una mujer policía, y otro para los hombres, normalmente más grande y abierto. Un cacheo tan aleatorio que a veces duraba un segundo y lo hacían como a desgana y a veces me tenían un buen rato tocándome por todos lados. Luego llegaba el escáner de las bolsas y de las mochilas. Casi siempre lo pasaba rápido pero alguna vez hacían que abriera la riñonera donde casi todos los días transportaba la cámara de fotos, aunque en las paradas que más usaba se fueron acostumbrando y creo que ya me conocían y dejaron de pedir que lo hiciera. Tampoco me sorprendían las aglomeraciones, los empujones, el ir enlatados tantos que no se cerraban las puertas, como dejó de sorprenderme el hecho de que las mujeres tuvieran un vagón para ellas solas, ni cómo algunos hombres, sobre todo en las horas nocturnas, no hacen escrúpulos a ocupar algún espacio en los asientos de este vagón femenino.

Lo que sí que me sorprendía, e incluso más, me encantaba, es lo que veía por las ventanas. El metro en Delhi es en gran parte elevado y al aire libre. Aprovecha los enormes espacios abiertos para ahorrarse de hacer túneles y viajar como a una altura de unos dos o tres pisos. Esto hacía que la ciudad se viera desde una perspectiva distinta, los paseos, las avenidas, las luces de de coches que se mueven rápido o que se ven parados en medio de atascos, los edificios, casas y tiendas, los solares vacíos y construcciones en obras. Y, sobre todo, de lo que bien me acuerdo, de las enormes azoteas de Delhi.

India está llena de colores, que pincelan los eternos marrones y grises que cubre las casas, las calles y toda la tierra, pero en las azoteas las pinceladas se vuelven tremendas, de una intensidad que impacta. Son los colores de la gente, de la vida que se abre hacia el aire y que busca la luz de la mañana. Son los niños jugando al abierto sin tener que estar en la calle, sentados en corrillos o corriendo en los terrados, son las madres lavando a los niños desnudos a la vista de todos, son las ropas en los tendederos, los sarees, las sábanas, los velos con los que se cubren el pelo, los chales, los tocados, las mantas, las telas de brillo impactante, que ondean como banderas al viento agitándose mientras se secan. Son también los pantalones y faldas, la colorida ropa interior, los calcetines, las blusas, las camisetas blancas, los jerseys, los sujetadores, una explosiva apariencia que me inunda la vista y la mente y que me recuerda a otros tiempos y me hace pensar qué ridículos nos hemos hecho en Europa cuando existen ayuntamientos que prohíben tender a la calle esgrimiendo cuestión de decoro, como si esconder la colada, no poder mostrarla en público, hiciera de las ciudades un lugar más habitable. Qué miedos a ser naturales cosechamos en occidente, qué empobrecimiento de almas, qué decadencia de mentes.

Pero si hay algo interesante y digno de ser contado son esas estaciones, las que ocupan los lugares céntricos, que son en las que casi toda la gente sube o baja del metro. A veces, cuando tenía suerte, los que controlan esas estaciones hacían realmente su trabajo, y si se formaba jaleo tocaban el pito, gritaban algo y la multitud se respeta. Pero si no está, que es casi siempre, lo que ocurre es que la salida y entrada al vagón se convierte en una batalla sin cuartel en el que cada cual tiene que luchar para salir o entrar del mismo, a base de empujones, codazos, giros bruscos de cintura y golpes de pecho, porque los que entran empujan para poder entrar cuanto antes como si les fueran a quitar el sitio y no esperan a que los salen se vayan.  

jueves, 10 de marzo de 2011

Jet Lag

1 hora hasta el aeropuerto.
1/2 hora para que nos acepten las maletas (teníamos sobrepeso... en el equipaje de mano).
2 horas esperando el avión.
4,5 horas de vuelo hasta Barhain.
1/2 hora del control de pasaportes.
8,5 horas de espera en Barhain... hasta las 2 de la mañana (hora local).
7,5 horas de vuelo hasta Londres. Con una imbécil (y su marido) que:

  1. Entró en el avión en silla de ruedas.
  2. Nos hizo cambiar los asientos porque los nuestros tenían más espacio (había sufrido un accidente, la pobre...).
  3. Se peleó con las azafatas porque con su poca movilidad NO podía estar en la puerta de emergencia, hasta que la obligaron porque contravenía las normas internacionales y si no se cambiaba el avión no salía y nos pidieron que ocupáramos su asiento y el de su marido sólo al despegue y al aterrizaje.
  4. Estuvo TODO el viaje pidiendo: que si le daban galletas (a 3 azafatas, hasta que se la dieron), que si le daban más agua, que si le retiraban los platos, que cuándo venía el desayuno, que si ella era vegetariana, que ella era diabética ("oiga, señora, la comida diabética tiene pollo", "da igual, me lo como")...
  5. Eso sí, cuando le dio por mearse salió disparada de su asiento y, con su pierna accidentada, se saltó toda la fila que esperaba y se coló la primera.
  6. Y para rematar la faena, su marido nos echó toda su basura por debajo del asiento hasta que Elena se levantó y se la plantó en su plato.
  7. Por supuesto vinieron a recogerla en sillita de ruedas. Aunque tuvo que pedirlo 10 veces. O más.


1 hora en el metro de Londres.
6 horas esperando en la estación de Kings Cross, con frío, viento y nieve (bueno nieve no había, pero queda como poético).
3 horas de tren hasta Durham.
...y 10 minutos en taxi.

¿Resultado? Sueño, cansancio, jet lag... y recuerdos, muchos recuerdos.

jueves, 3 de marzo de 2011

Igual que una cabalgata


Igual que una cabalgata. Con sus trompetas y sus tambores y sus muchachos vestidos de colores. Con sus banderas y sus estandartes y sus caballos engalanados con ropas vistosas. Con sus ruidos y y con sus petardos y con sus cohetes y con sus triquitraques. Con sus carrozas tiradas por máquinas o en su defecto por bueyes. Con sus luces y su alegría y con la gente mirando. Con todo, menos con los reyes magos; en su defecto, dioses hinduista.

Es la cabalgata del día después del Shivaritra. Que me estaba preguntando yo que por qué la hacen justo el día después y luego pensé, “qué diantres, ¡si nosotros la hacemos el día de antes!”. Tan absurda como la de los reyes magos, tan llena de vida, de bailes, de música, de canto a la vida. Con niñas vestidas con túnicas, con hombres disfrazados de dioses, con Hanuman, y Ganesh, y con Ram, y con Parvati, y con otros muchos que no conozco. Y por supuesto, con Shiva, en 4 o 5 encarnaciones.

Con fruta en vez de caramelos. Y con arroz, y garbanzos, y con una cosa frita que se llama Butura. Y con camellos. Como los reyes magos.

¡Ah! Y con 2... ¡¡¡ELEFANTES!!! Que verlos ha sido alucinante. He estado mirándolos casi media hora. Luego se fueron andando y tuve que ponerme a seguirlos. Así, al lado de ellos, caminando con su ritmo lento. Con sus pieles arraigadas y sus enormes cabezas. Con sus ojos pequeños y sus enormes patas. Con sus cuidadores encima y con los niños mirando, como yo, sin quitarles la vista de encima. ¡Qué espectáculo más increíble! Cómo usan la trompa, cómo cogen las ramas y les quitan las hojas y las doblan y parten y se las llevan a la boca. Cómo caminan tranquilamente, serenos, suaves, ¡pero dan miedo! Pensar que esa montaña de músculos llenos de peso se pueda cabrear con alguien y echársele encima, que se confunda y se choque contra alguien sin darse cuenta, que caigas bajos sus patas y te aplaste... pero no, eso no pasa, el elefante no es tonto, es enorme, pero no tonto. Lo que es es maravilloso, mágico, especial.

Llevo en India más de dos meses y me falta apenas dos días. En todo este tiempo he visto de todo, suciedad, descuido, metros, trenes, autobuses, centros de yoga, teatros, bailarinas danzando, calles, más calles, gente y mucha más gente. He visto cosas preciosas y cosas que no me han gustado. He de decir, eso sí, que todo sumado aquí se está bien, que en India se puede vivir. Después del primer y brutal “shock”, que dura como una semana, entras en una dinámica en la que te sientes mejor, y al final te acostumbras y te gusta. Pero hoy, de verdad, hoy sí que me he enamorado. Esta India impredecible, incomprensible e impensable, con su sabiduría ancestral tatuada en su adn, con la tranquilidad de su gente y su falta de preocupación, con toda la suciedad y el caos y el descuido enorme, al final me ha enamorado. Y es que dos elefantes son mucho...

martes, 1 de marzo de 2011

Los templos de Durga y Shiva


La tarde se me hace agradable en el ocaso de este domingo. El día se va apagando y la noche reclama su sitio con sus luces de farolas parpadeantes y sus callejones oscuros. La templada humedad de esta India de seda, menta e incienso me relaja el cuerpo y la cabeza, y mi imaginación evoca aquellos atardeceres lejanos en los que la luz se diluía en mi ventana mientras olía los primeros azahares, merendaba magdalenas y leche y escuchaba el carrusel deportivo a través de una radio de pilas. Las brumas de mi memoria se entremezclan con una realidad tan distinta, tan radicalmente opuesta, que casi parece la misma.

Me acerco con prudencia al templo, como hago siempre que rondo por un sitio que no conozco. Dejo los zapatos fuera y observo inquieto unos muros pintados de un rojo tan fuerte que parecen coloreados con sangre, un color tan penetrante, tan radical, tan profundo, tan intensamente oscuro y a la vez tan brillante, que aunque no huelen a nada hacen que mi nariz imagine el olor a la plastilina con la que jugaba de chico. Durga, la diosa madre, divinidad de la tierra, fertilidad encarnada en una mujer de ocho brazos sanguinarios portadores de armas, espada, lanza, tridente, maza, arco y escudo y en otra una flor de loto, sentada sobre un león o un tigre, con su semblante sereno y sus ojos maquillados exageradamente de negro, belleza de hindú coqueta, se esconde probablemente debajo de una torre esbelta y de tejado serrado que veo crecer a la izquierda.

Miro a mi lado y veo que me he perdido de Elena. Siento la soledad que me crea el tumulto en el que estoy inmerso, una miríada de gente, hombres, mujeres y niños, personas de todas las clases, con ropas de cien colores, desde los marrones y grises de los pantalones estrechos y las camisas de rayas que suelen llevar los hombres, con sus chanclas casi roídas o sus zapatos viejos, a los sarees y las joyas doradas de la mayoría de mujeres, especialmente las mayores, o los vaqueros y suéteres modernamente estampados que visten las chicas jóvenes. La multitud me empuja y me arrastra y me agobia su presencia, me siento en río imparable que me lleva hasta la puerta de un segundo recinto de muros del mismo color de sangre, en cuya puerta se sientan varios vendedores de flores, con sus guirnaldas naranjas, con ramos blancos y verdes, con flores de loto abiertas y algunas más que no conozco.

Llego a esta segunda puerta y me paro a tomar un respiro. Observo el hormigueo de personas que incesantemente luchan por entrar y salir de ella, y me doy cuenta de nuevo que el hinduismo no tiene estándar ceremonial de ningún tipo y que cada uno hace lo que sabe o siente. La entrada en la que estoy es un ejemplo: los hay que se arrodillan y tocan el suelo con las dos manos, los hay que se encorvan un poco y se llevan la mano a la frente, los hay que se tiran al suelo y lo tocan con la testa unas cuantas veces, los hay que hacen una reverencia con las manos unidas en el pecho, los hay tocan la campana que cuelga de una viga alta, los hay que rezan oraciones en voz alta o en voz baja. Y los hay, como yo, que entran simplemente caminando.

El interior del recinto es el hormiguero por dentro. Varios cientos de personas, quizá lleguen a un par de miles, me marean con ese movimiento, con ese fluir de personas que como el agua de un río bajando por las montañas corre y no se para nunca. Observo desde un escalón alto cómo la marea se mueve y recuerdo la Semana Santa por el centro de Sevilla, recuerdo la feria, recuerdo conciertos, recuerdo las burbujas de los peroles de garbanzos y verduras. Casi empiezo a marearme ante la saturación sensitiva, los olores de sándalo y flores, los colores, los sonidos, el tacto de las paredes, el volumen de las cientos de voces cantando o hablando al unísono cada uno una cosa distinta, el retumbe de campanas que llegan desde todos los sitios y que suenan sin ritmo ninguno, la presencia de los cuerpos que chocan contra mí y me empujan en direcciones opuestas. Empiezo yo también a andar y veo pequeños templetes colocados en los laterales como los de las grandes iglesias. En cada uno, una figura, o dos, o varias, llenas de brazos, de flores, de ropas, de velas, de incienso humeante. Algunos están vacíos y en otros rezan personas haciendo gestos distintos y en ocasiones opuestos: las manos a la cabeza, las rodillas en el suelo, las manos unidas al pecho, reverencias y flexiones. No comprendo lo que dicen pero alguna palabra entiendo, padma, shiva, kali, bahkti, durga, bhujan, sirsa, shanti, recuerdos de los libros y de las clases de yoga. Alguna gente me mira con los ojos fijos en mi cara. Me sonríen con esa sonrisa que no sé si me están riendo por mi expresión confundida o si quieren que me acerquen para decirme alguna cosa o si van a pedirme dinero. Sobre todo me miran ésos que se sientan en corrillos, que observan pasar el tumulto con la seguridad que tiene quien está más que acostumbrado, probablemente brahamanes o célibes o mendigos de ésos que eligen vivir desprendidos de todos y que viven caminando y viajando por toda India.

Un giro me lleva a la entrada del gran torreón granate en cuyo interior está Durga. La fila de cuerpos aplastados unos contra los otros hace que no tenga ganas de ver qué se esconde al final de ella. Una cuerda separa a los hombres de las mujeres, no por deseo divino ni por dogma religioso sino porque así las mujeres pueden estar más tranquilas de los envites masculinos. Veo que Elena está en la fila. Lleva una flor de loto y tiene el semblante devoto, perdido, concentrada en lo que está viviendo, recordando las pujas que hacen antes y después de la danza, porque en la India todo lo que se hace en la vida tiene algo religioso. Miro desde un lateral cómo paso a paso se acerca a Durga y desde la distancia observo flores saltando sobre las cabezas de las personas, y me viene recuerdos de las azoteas y las terrazas de Triana derramando pétalos de rosas al paso de un palio de tantos. Me maravillo de cómo a 10.000 kilómetros de distancia las cosas son tan diferentes que en realidad son las mismas. De cómo no entendí el Bahkti Yoga hasta que no vi llorando a una mujer emocionada ante el paso de un Cristo en Semana Santa, de cómo la devoción pura, la emoción ante algo, aunque sea sencillamente un trozo de madera pintada, te vuelve mejor persona, te remueve el alma por dentro, de cómo la cacofonía de sensaciones e ideas explosivamente aglomeradas que se vive en esos momentos sorprendentemente te llevan al silencio más profundo, a la íntima conexión con la realidad invisible que ni se ve ni se entiende. De cómo eso que llamaba intelectualmente idolatría puede llegar a esconder una vía directa hacia el alma tan científica como incomprensible.

Baja el telón y cambia la escena. Me veo, ahora sí, también yo mismo, esperando en una fila que conduce hacia otro templo. Es de día, el sol reluce, el tiempo es casi veraniego. Frente a mí, el templo de Shiva, blanco de un mármol moderno, brillante en medio de un parque de césped y árboles verdes. La torre, alta y serrada, reluce como si fuera un faro, atrayendo a los devotos entre los que yo me encuentro. Os ahorro la casi una hora de camino pasito a pasito y os sumerjo directamente en el interior del recinto, fresco, pétreo, gris, duro, de marmóreo y retumbante eco, de paredes con inscripciones de un cierto poema épico que cuenta las andanzas de Rama, reencarnación del Dios Vishnu. Los olores son también duros como ecos en los muros, añadiendo al incienso y las flores una cierta frialdad de agua. Me doy cuenta que no me equivoco cuando se me abre la vista al recinto sagrado: la cola de gente rodea con expectación creciente la oscura figura del Lingam, el montículo de Shiva, un cilindro de cima redonda que se eleva desde una matriz rodeada por un riachuelo de agüilla blanca y lechosa, líquido que cae en hilillo desde una olla gigante hacia la punta del pene. El brahman que lo custodia recoge las ofrendas florares y hace un rito con ellas. El tumulto es insoportable mientras más me voy acercando, los empujones son fuertes, tengo que tirar de fuerza para no caerme allí mismo. Las mujeres son las más exaltadas y las niñas, las más animosas. Elena deja una flor y hace una reverencia llevándose las manos unidas al centro de su cabeza, y yo lucho por no abatirme y por seguir caminando. El alboroto es tremendo, la confusión, absoluta, los golpes, los empellones, las voces cantando u orando, las inflexiones de cuerpos, los colores, los olores, el agua y la leche cayendo, el río, la gente y el pene, todo se mezcla y retuerce, quiero salir de allí pero no quiero irme sin probar el agua, la gente pelea por tocarla y por llevársela a la boca, las mujeres que estaban al lado me toman la delantera, los codazos de las niñas me quitan del que era mi sitio, peleo por llegar al riachuelo y hacer lo mismo que ellos, lo consigo, toco el agua, me llevo un poco a la boca y el resto dejo que resbale por mi pelo. Y, de pronto, inesperado, veo por el rabillo del ojo que el Brahman coge una guirnalda y la lanza hacia el espacio, y acto seguido siento que cae justo en mi cabeza. La escena me paraliza y hace que por dos segundos quede quieto como un imbécil, preguntándome qué ha pasado, qué es lo que he hecho de bueno o de equivocado para tener el honor -¿o el estigma?- de llevar un collar de flores bendecido por el Dios Shiva.

Salgo por fin del recinto. Me digo “esto es un regalo, no entiendo de quién o por qué pero sin duda es un regalo” y me lo ajusto hacia el cuello. Sorprendentemente, me siento bien, sereno, tranquilo, relajado. Bahkti yoga, la devoción pura, la confusión porta a la calma, la confusión al orden irracionalmente científico.


jueves, 24 de febrero de 2011

La vieja que enseña yoga


Me cayó mal nada mas verla. Su aspecto occidental de señora mayor de piel blanca con arrugas, su pelo estropajoso como de alambres plateados, su nariz puntiaguda de bruja europea, su cuerpo delgadamente contorneado con los bultos de una edad madura, y su ropa, pantalón blanco limpísimo, suéter amarillo pollo y un chal rosa que le cubría los hombros, me decía mucho de ella. Sobre todo, que no me gustaba, que no era quien esperaba encontrarme.

Me tumbé sobre el aislante y la cabeza me hervía. “¿Quién es ésta? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está uno de esos de siempre, esos de casi mi edad, de los de piel marrón e inglés incomprensible, uno de esos que tiene ese porte indiferente de quien se sabe el yoga desde que era chico?”. Me sentía indignado, me irritaba que un blanco (en este caso, una blanca) ocupara el lugar de un hindú, que se creyera con derecho de robarles su arte, su cultura, su tesoro de conocimiento, la paz encarnada en la experiencia del yoga.

Empezó a hablar y me sentí confuso. Su inglés era impecable, probablemente perfecto, pero lo hablaba de una forma tan clara, tan académica casi, con esas consonantes finales tan limpiamente marcadas y esa ausencia de os cerradas y de entonación chiclosa que no me pareció ni inglesa ni americana ni por supuesto india. “¿De dónde vendrá esta arpía” me dije, “usurpadora de yoga?”.

Intenté relajarme un poco pero se me saturó el cerebro. Me imaginé, así, de pronto, su vida, escrita en su cuerpo, en su cara, en sus gestos, en en su piel maquillada de arrugas. La historia de una adolescenteee hippie en los años sesenta vestida con sus faldas largas y con camisas de flores que cambiaría el arco iris y los porros por el gris y las drogas duras de unos setenta en NY llenos dglamoururur y de arte obsceno, que adoptaría el new age pseudomísco de magia blanca y vestidos negros de los ochenta de Londres, que pasaría al activismo eco-alternativo-pacifista del coloreado diseño del Berlín de los noventa y que terminaría abrazando el yoga con la luz del nuevo milenio.

Empezamos el pranayama y no me gustó lo que dijo. Eso de que “disfrutad de la respiración” y “buscar la alegría del cuerpo” son cosas que no van conmigo, que rechazo, que detesto, que me parecen falacias de mentes que no han entendido el centro esencial de la ciencia del yoga, que imaginan un mundo de ensueño de armonía y cuerpos elásticos y que ignoran que la realidad de la práctica es la concentración, el silencio. “Tenéis que aprender a relajar los músculos de la cara” dijo con una sonrisa ridícula, rematando la faena, pero, un momento... en realidad... “ummmmm”, me dije, “igual casi tiene razón, da otra vida, es como respirar mejor”. “Intentad ahora hacer nadi sodhana sin las manos”, propuso a continuación, “concentraos en respirar por una fosa nasal cada vez, sin cerrarla con los dedos”, y “mira”, me sorprendí, de nuevo, “parece casi casi interesante”.

“Hace unas semanas estuve en un taller para profesores de yoga en Thailandia”, volvió a molestarme diciendo, con ese aire de prepotencia yo-voy-a-talleres-de-profesores-en-Thailandia-y-vosotros-no, “y el profesor”, continuó, “un médico naturópata, nos enseñó el siguiente truco: ponemos los talones juntos, separamos los dedos de los pies a noventa grados, luego alineamos los talones con los dedos y fijaos que se colocan bajo los hombros, obtenemos la postura perfecta para permanecer de pie”. Estupideces, chorradas, qué mal me cae esta víbora, y “vaya, pues tiene razón...”.

Empieza el saludo al sol, ejercicios para manipura chakra, pierna arriba, pierna abajo, abrazo a las rodillas dobladas. Llegamos a sirsasana, la posición invertida, me costó dos años hacerla, mantener el equilibrio apoyado sobre la cabeza, y, aunque la domino, no dejo de sentir cierto miedo de tener que caerme algún día. Oigo que se acerca despacio hacia donde estoy volteado.”Igual se atreve a corregirme” pienso para mis adentros, y, efectivamente, lo hace, me toca ligeramente las piernas y me empuja un poco las caderas, y me sorprendo que mi verticalidad mejora y que me siento más cómodo. Me da cierto reparo que pueda perder el equilibrio, y mientras lo pienso me da un vuelco el alma cuando me dice eso de “no tengas miedo que yo te sostengo”. “¿Pero cómo sabe lo que estoy pensando?” me pregunto a mí mismo. Noto su toque sutil, el liviano roce de sus dedos, un susurro, una brisa, y me siento que se me abre la mente y se me ilumina el cuerpo. Siento la sabiduría en sus manos, que me enseña con sólo tocarme, que me transmite su experiencia hablándome con su suave tacto, y me doy cuenta que me conoce, que sabe quién soy, que lo sabe porque ella ya estuvo aquí donde me encuentro yo, que sabe lo que estoy sintiendo porque ella lo sintió antes que yo, mis inquietudes, mis ansias, mis miedos y mi prepotencia.

Bajo al suelo y la clase prosigue como siempre prosiguen las clases, sarvangasana, halasana, bridge más chakrasana, pero ella me parece otra. Su voz me adquiere otro tono y la veo con otros ojos, dulce, simpática, sabia. Hacemos pascimottanasana, estiro rodillas, flexiono el tronco, las manos buscan los talones y cierro el cuerpo hacia mí mismo. Esta vez cuando se acerca no me importa que me corrija. Me toca los pies y los mueve y noto que se giran las piernas, las caderas se meten a dentro, las rodillas bajan hacia el suelo, coloca cada tendón y músculo en su sitio más precioso y siento una energía que me inunda y que mi cabeza se calma.

El cobra, el saltamontes, el arco, sigue la clase normal, pero cada vez que dice una cosa es como si un ángel hablara, como si destapara un tarro lleno de sabiduría que me llena de alegría y sosiego. Y si quedara alguna barrera, resulta que hacemos simhasana, mi posición preferida (por decirlo de alguna manera). Sentado con piernas cruzadas, espalda recta, mentón al pecho, manos sobre las rodillas, la posición del león se basa en el ESTALLIDO en menos de medio segundo: abrir los dedos-los ojos-la boca-sacar la lengua-echar todo el aire hacia fuera y rugir como lo hace un león. Lo hacemos varias veces y las risas saltan en el ambiente. Alegría, animación, entusiasmo, calma y paz y armonía absoluta.

Termina la clase y la veo bajar las escaleras y sentarse a hablar en la entrada con el indio de la recepción del centro. La veo con esa serenidad dibujada en sus facciones, con esa alegría natural, con esa espontaneidad de persona que sabe de memoria los secretos del cuerpo y la mente, que ha navegado por los océanos del dolor, de la alegría y del miedo, de la tormenta y la calma, y que se encuentra muy cerca del sitio en que están los maestros. Y quiero ser como ella, no con sus ideas o su historia o su vida sino con esa sabiduría franca y desenvuelta de persona que ha conseguido matar todos sus demonios y ser lo que ocurre en el momento. Salgo a la calle y la vida me parece una cosa distinta, sencilla, fácil, tranquila.  

viernes, 18 de febrero de 2011

Antes de empezar la performance...


La performance está a punto de empezar. El teatro está lleno, o casi, y es enorme, el más grande de cuantos haya visto hasta ayer en Delhi. Una señora vestida con un saree maravilloso que brilla entre el naranja y el rosa hace las presentaciones. Sobre un power point grotesco aparecen las frases y fotos que describen la compañía de danza, su historia, su guru, sus motivaciones y los bailes que hacen. El show va a comenzar en breve, se apagan las luces, se enciende la escena, pero antes, ¡un momento! Falta una cosa, un detalle, algo importante, algo sin lo cual no se empieza.

“Invitamos a Radja Padmaj” (el nombre me lo estoy inventando) “miembro del parlamento nacional a que suba al escenario y encienda el fuego ceremonial”. De las primeras filas se levanta la señora, mediana edad, aspecto solemne, con su saree de colores amarillo y verde. La acompaña otra mujer, más joven, que hace las veces de precursora y guía. Los aplausos se apagan mientras se paran enfrente de una vara alta cuanto una persona de color dorado, una columna retorcida y delgada que termina en seis brazos que sobresalen afuera. La mujer más joven coge unas cerillas y enciende un trozo de cartulina blanca. Se la pasa a la parlamentaria que, ceremoniosamente, con esa despreocupación ritual tan característica de India, enciende los seis brazos de la vara dorada. Al momento se desata un humo espeso hacia lo alto, una nube gris que se diluye en la altura del inmenso espacio del techo del teatro. La mujer más joven le coloca a la otra una especie de chal sobre los hombros, una escena que he visto multitud de veces y que ayuda a honrar a los que lo merecen. Y, ahora por fin, puede empezar la performance.

Entonces la cabeza me estalla. No puedo evitar pensar la imposibilidad de estas cosas en Europa. ¿Un miembro del parlamento honrado en un espectáculo de danza? ¿Unos aplausos para alguien que está en el debate político? ¿Un acto religioso -sí, religioso- llevado a cabo por una parlamentaria de un estado laico antes de comenzar una gala y sin la cual no se empieza? ¿Una humareda tremenda en un recinto cerrado, y además con la excusa de un ceremonial devoto? ¿Una danza -la que vendrá en seguida- en honor al dios Shiva y a su esposa Parvati que será continuado por unos derviches turcos girando sobre sí mismos celebrando 800 años de amor a Dios en el marco de un festival donde se han visto flamenco, ballet ruso y baile moderno?

Me sorprendo de nosotros mismos, y me refiero a Occidente. Nos creemos con derecho a juzgar a los otros -a esos que llamamos “tercer mundo”-, a darles lecciones de progreso, de derechos y de democracia, cuando no somos conscientes -o no queremos serlo- de nuestras propias medianías, de nuestra vulgaridad tremenda, de nuestra decadencia continua y de todas nuestras contradicciones.

Aquí la religión es sagrada porque es parte de la vida misma. Aquí no te juzgan si eres de una parte o de la otra. Aquí las tensiones y miedos se diluyen en la cotidianidad diaria. Occidente tiene miedo a todo. India, ni siquiera lo piensa.

jueves, 10 de febrero de 2011

La casa en la que vivo


La casa en la que vivo es un apartamentito compuesto por: un cuarto. Repasemos: cuartos, uno. Ya.
Un único cuarto. Ésa es mi casa.

El único cuarto que compone mi casa contiene todo lo necesario para vivir: una cama enorme, un armario empotrado, una mesita de noche, una estantería empotrada, una especie de zapatero también empotrado y una mesa y dos sillas. Menos las sillas, que son de plástico, el resto es de madera. Una madera vieja, fina y barata, de tablones antiguos pero que resisten, y de color caoba, auque la única caoba que se nota que han conocido es la pintura con la que están pintadas. Las sillas son de básico plástico blanco, como las que usamos nosotros en jardines y balcones. Además hay un ventilador, de esos que cuelgan del techo, y un moderno aire acondicionado, que creo jamás encenderé porque me iré de este país antes de que resulte imprescindible.

El cuarto tiene dos puertas. Una da a un balcón que a su vez da a la calle, una calle ruidosa en la que siempre hay pitidos, coches, motos y gente pasando; la otra da a un patio interior. El patio interior tiene: dos cuartos de baño, una cocina, otro cuarto que se le llama cocina porque tiene el frigorífico, y tres habitaciones más. En una vive mi “compañero de piso”, un indio bajito que tendrá como mi edad y que es bastante callado aunque parece simpático. En las otras dos no vive nadie.
El patio tiene una escalera, porque está en un tercer piso. La escalera baja al segundo, y de éste se baja al primero, es decir, a la planta baja. El segundo se configura de una forma parecida a la planta en la que está mi cuarto y que yo sepa en él sólo vive una persona, un danés muy jovenzuelo que está como haciendo una práctica en cooperación o algo así. Elena dice que le dijo que no le gusta la India, casi que odia estar en este país, que ya me dirán cómo se puede cooperar con un país en el que no estás a gusto. Y, la verdad, no le he visto sonreír mucho, aunque en realidad me cae bien.

En la planta baja viven los dueños. El dueño es un señor simpático, delgado y digamos que alto, de edad como 60 años, de piel marrón y arrugada. Viste siempre pantalones marrones y oscila entre un par de jerseys distintos, uno gris bastante gastado y otro de rayas rojos y negras que no se ve mucho más nuevo. Cuando hacía más frío se le veía normalmente con una bufanda gris con la que se enrolla el cuello, ahora que ya hace menos sólo la usa por las noches. Su inglés es decente y amable y cuando me ve siempre me dice alguna cosa. Que qué buen día hace, que si me gusta la India, que cómo me va en el trabajo, que qué día más soleado, que qué es lo que de desayuno. Creo que le gusta hablar, conmigo y con casi todos, pero entre nosotros de occidente y la gente de aquí, de oriente, hay como un fino velo que no se consigue quitar, y la comunicación, de verdad, es difícil, así que al final tras dos o tres frases terminamos por no decir nada. Se lleva el día entero en casa, parece que está retirado, y por la pinta que gasta diría que es una persona culta que hasta hace no mucho tiempo trabajó en algún sitio importante con algún tipo de cargo medio.

La dueña es una señora gordita de un poco menos de edad. Viste siempre falda larga y un jersey entre celeste y gris perla, camina un poco pesada pero no se mueve mal. Tiene pinta de mandona y de más lista que el hambre pero es amable y abierta, campechana y educada. Nunca está por las mañanas, dice Elena que trabaja en una embajada o algo así y tiene todo el aspecto de que es la que sin estar nunca en casa en realidad lo controla todo.

En la casa tengo derecho a usar la cocina y un baño. Al menos, así es en teoría, porque en la práctica puedo hacer casi lo que me venga en gana. Las maletas las tengo en un cuarto de los dos en los que no vive nadie. Las cosas de comer las dejo en el frigorífico de la otra cocina. El baño se estropeó unos días y usé el de mi compañero. Y, bueno, de la cocina de la planta de en medio a veces me he apropiado de un par de utensilios que no tenía. En realidad en la India lo mejor es hacer lo que quieras y si van y te dicen algo te haces un poco el tonto, que no lo sabía, que no entendí bien, que hay que ver qué cosas tengo y al final no pasa nada.

La cocina es bastante simple. Dos hornillas de gas de bombona, un fregadero muy usado, una colección de platos, vasos, tazas y cubiertos de plástico y metal sencillo, un par de muebles para guardar cosas y una encimera, todo enclaustrado en un cuarto en el que apenas caben dos personas. Las hornillas están sobre la encimera, así, sólo encima, y si las empujas, se mueven, dejándome una impresión como de un camping gas muy grande.

El baño es más espacioso, como el doble de la cocina, con el váter, el lavabo y la ducha (eso sí, sin pie de ducha), y el agua caliente sale de un repiente exterior que se enciende con un interruptor. El agua caliente cuesta, es decir, la corriente eléctrica, así que tenemos cuidado de nunca dejarlo encendido cuando no nos hace falta.

La casa, así, en general, da una impresión de antiguo, de casa realmente vieja, de aquel patio de vecino en el que vivirían mis abuelos antes que naciera mi padre, de esas casas de verano de las que había antiguamente cuando la casa de playa era una cosa cutre donde familias enteras de tíos, primos, hermanos y el amiguete de alguno pasaba los meses estivos, y no esos apartamentos pequeños pero modernos que se compra hoy en ía mucha gente para huír el fin de semana, la Semana Santa y la feria.

Una casa normal y corriente como cualquiera en la India, con algunos toques de lujo (frigorífico, aire acondicionado, internet, aunque a veces se vaya). Una casa limpia y decente donde se vive de maravilla. Y, además, con 25 grados y rodeado de ardillas, gatitos, cuervos, palomas y otros pajaritos, perros y algún que otro mono... ¡a veces parece el paraíso!

miércoles, 9 de febrero de 2011

Tres monitos en mi casa

Llegaron de pronto, sin avisar ni nada. Se plantaron delante, como quien está en su casa, como quien conoce el sitio. Como a quien le importa muy poco qué o quién le está mirando. Allí, delante, tranquilos. Uno era pequeñito, joven y con aspecto nervioso. Los otros dos eran grandes, expertos, sabían lo que había. Se sentaron delante mía pero sin mirarme si quiera, como si no existiera.

Mi primer pensamiento fue de pánico, “¡Horror!” pensé “¿qué querrán de mí? ¿Querrán comida? ¿Querrán que les dé alguna cosa? ¿Me atacarán, incluso?”. Pero el pánico apenas duró un segundo. El segundo segundo fue de conmoción completa: “¡Son tres monos!” me dije. “¡Tres monitos en mi casa!”. Tres figuras peludas, de menos de medio metro de altura, encorvados como recién nacidos. Con pelambrera gris perla puntiaguda como si fueran erizos y con los rabos más largos de lo que son los tres cuerpos. Pensé mil cosas en ese momento. Pensé en acercarme, pensé en no moverme, pensé en ir al cuarto a coger la cámara de fotos. Pensé tanto en tan poco tiempo que casi ni me di cuenta cuando se estaban yendo. Como si fueran ardillas, con la agilidad de tres gatos, saltaron por una tubería y la escalaron hasta llegar al tejado.

Dudé otro segundo hasta que me levanté a buscarlos. Apenas los divisé un momento, veloces como se estaban yendo. Andando sobre las 4 patas, con unos pompis rojos como tomates, sólo el pequeño se paró a mirarme, intrigado, marujeando ante mi presencia. Pero duró poco. Los otros dos, ante los que yo era sólo un poco menos transparente que el aire, ya estaban subiendo a otro lado, y el jovenzuelo los siguió enseguida.

Y allí me quedé, solo. Mirando el tejado a ver si los veía otra vez. Tres monitos, pequeños, veloces, ágiles y saltarines. La vida simple que discurre en India. Como si fueran ardillas, como si fueran gatos, como si fueran, bueno, cualquier otra cosa. Me acordé entonces de lo que decía Terzani, que él vivía en la India porque es el país más natural que existe. Tan natural, que un animal entra en casa y se va sin decir buenos días. Y sin que a nadie le importe.

domingo, 30 de enero de 2011

Delhi


Delhi es una ciudad enorme. Vista desde el aire -desde google maps- parece una tela de araña de calles y avenidas que cuelgan por el lado oeste de un río – el Yamuna-, una maraña de intrincadas arterias entre las que crecen las casas casas en la que apenas se puede distinguir entre el gris de las edificaciones y el gris de la explanada semidesértica en la que está insertada. Delhi, la gran capital, una de las urbes más grandes del planeta Tierra, con sus 15 millones y pico de habitantes, la imaginaba una de esas ciudades asfixiantemente urbanas en las que no quiero estar... hasta que empecé a conocerla. Porque Delhi es en realidad tan grande, o tan pequeña, como la vida que quieras llevar.

En mi caso Delhi empieza en una pequeña vivienda. La construcción, de tres pisos (dos más la planta de abajo), blanca y con varias terrazas, patios, escaleras y cuartos, tanto por fuera como por dentro me recuerda a una de esas casas que se alquilaban cuando éramos niños, uno de esos lugares a los que nuestros padres, abuelos y tíos nos llevaban de pequeños para pasar los 3 meses de verano y en los que transcurríamos las vacaciones entre juegos y mañanas de playa, en las que el silencio del calor insoportable de las siestas después del almuerzo era sólo disturbado por los chirridos inagotables de los grillos y por las olas del mar batiendo contra las rocas, y en las que las noches llenas de estrellas terminaban con conversaciones a media voz sentados en las terrazas. Esta casa me recuerda a aquello, si no fuera porque estoy en India.

La casa da a una calle estrecha hecha de cemento y arena. Los edificios altos que tiene a los lados acentúan una sensación de calle pequeña y estrecha y aumentan la impresión de que es una vía de poca importancia. En efecto, se trata de una calleja por la que apenas circulan personas y en la que en realidad no hay nada importante salvo un pequeño parque ovalado y un tenderete con techo de madera sostenido por cuatro palos en la que un hombre de unos cuarenta años regenta un sencillo negocio de lavado y planchado de ropa como tantos otros hay por todos lados. Cuando me aburro lo observo cómo enciende un fueguecillo que degenera en brasas en las que calienta una plancha enorme, de hierro, como las antiguas, que más que una plancha me parece un yunque, con la que quita las arrugas a la ropa y con la que le da su forma doblada.

La calle, si giro a la izquierda, da una gran avenida de la que luego hablaré, y a la derecha a una vía que no es tan grande como la avenida pero sí mucho más importante que a la que da mi edificio. En ella ya se ve un buen trajín, si no de coches, sí de personas, y es que por ahí se vislumbra una zona de mercado grande que hay en mi barrio. La calle está repleta de tienduchas de todos los tipos, casi todas más bien pequeñas, desde kioscos de chucherías, chai (té) y galletas hasta negocios de repuestos de coches, pasando por un sanatorio de dolores de huesos en los que se cura con yoga, tiendas de aparatos eléctricos y electrónicos y tres restaurantes de comida típica de aquí en los que compro bastante a menudo y en los que empiezan a sonreírme cuando me ven porque ya me conocen. Uno de ellos es de comida punjabi, o sea, de la región del Punjab, que no sé bien dónde está pero que suelen cocinar guisos de dal (legumbres), arroz, roti y naan y chapanta -tres tipos de pan aplastado- y otras cosas muy baratas. Otro es de los de “Pure veg.”, es decir, vegetariano, pero aquí está llevado a un cierto extremo porque no utilizan ni huevos, cosas de los hindúes, aunque sí cocinan ese queso, el único propio de India, que se llama Paneer y que ahí hacen como si fueran pinchitos, con especias, pimiento y cebolla y que realmente está buenísimo. Y el último es de parrilla de pollo pero nunca pido allí nada porque me dicen que no sienta bien.

Al lado de los restaurantes empieza la vía principal del mercado de Lajpat Nagar. Nagar, si lo he comprendido bien, significa “aglomeración”, entendido como “sitio en donde vive la gente”, y Lajpat imagino que será su nombre. Así pues, vivo en la Aglomeración de Lajpat, famoso por el mercado al que se llega recorriendo esta vía, una calle ancha y muy larga, también de cemento y arena, en la que hay unas tiendas más grandes y señoriales, es decir, de estilo europeo, y en la que se pueden comprar muchas cosas de las que en Occidente diríamos normales pero que aquí son de un nivel elevado: ropa de levis, zapatos de adidas, pantalones sin marca pero de estilo moderno, algunas tiendas de sarees (bastante cutres, por cierto), tecnología y teléfonos móviles y varios negocios de joyas. Caminando por esta avenida, o como quiera se llame, se llega al corazón del mercado, una especie de zoco repleto de tenderetes de ropa y de artículos de la vida diaria que discurre entre perfumes del frito y las especias de por la mañana y de los vapores de incienso, cardamomo y menta de cuando el sol empieza a caer, y en el que los sábados y los domingos en los que me doy un paseo para descubrir algún restaurante nuevo donde almorzar se me hace extenuante pasear de la cantidad coches, motos, rishaws y por supuesto gente que se agolpa con afán de compra.

Por las tardes Delhi se me hace más grande. En vez de girar a la derecha justo al salir de mi casa lo que hago es doblar a la izquierda y enfilar hacia esa gran avenida, esa arteria tremenda de tres carriles por sentido de las muchas que atraviesa Delhi formando la tela de araña de la que hablaba al principio y cuyo aluvión de vehículos circula con velocidad que tener que cruzarla da miedo. Por supuesto que yo no la cruzo, sino que la bordeo andando por una vía de servicio, o su equivalente hindú, al lado de la cual se afanan hombres y mujeres, ellas vestidas con sarees, ellos con ropas de calle, en realizar una obra a la que no encuentro el sentido consistente en romper piedras, allanar y hacer agujeros, trasladar materiales de sitio y empolvar un poco más el ambiente, donde unos niños juegan con las piedras y la arena, los hijos de los obreros, y que me lleva hasta la entrada del metro, una escalera empinada que asciende hasta lo que serían dos pisos. El metro por donde yo vivo consiste en una gran viga alzada por encima de la avenida y sostenida por unas columnas cilíndricas de hormigón armado. El aspecto recto y elevado, imponente y efectista, da un toque como de moderno, como de un futurismo de cine, contrastando con la realidad descuidada, con los coches viejos y sucios, con los ropajes dejados de muchos de los habitantes, con el polvo y la arena y las piedras y los niños jugando entre ellas.

El metro, todo hay que decirlo, es de una eficiencia impecable, y en menos de 5 minutos me lleva hasta otro lugar llamado Kailash Colony que es donde se encuentra el chalet que sirve de centro de yoga. La zona casi no la conozco, pero sólo por las dos calles que recorro cada día y en la que se ven hoteles, apartamentos muy grandes y centros médicos caros hace una idea de cómo es. Pues allí, en el centro de una calle secundara de ese barrio tan “pijo” se encuentra donde voy las tardes, y agarraos cuando leáis el nombre: el Sivananda Yoga Vedanta Nataraja Center, que no es más (ni menos) que un centro de yoga, uno de los mejores, al menos así me parece, llevado por gente humilde de apariencia occidental y donde me reúno con gente un poco de todos los lados a practicar eso, el yoga, y del que vuelvo caída la tarde y con el sol escondido y con las luces de farola y de coches que vuelven a casa.

Pero cuando se me alarga Delhi suele ser el fin de semana. Entonces es cuando la hago más grande, más amplia e interesante. Entonces es cuando el metro me lleva a sitios distantes, a lugares que no conozco, a barullos incomprensibles con colores que nunca he visto. Entonces es cuando cojo un autorishaw que me lleva por esas avenidas grandes, por esas arterias enormes, sintiendo ese aire en la cara que cambia entre frío y caliente, sintiendo esos ruidos de pitos que sólo se apagan de noche, y entonces es cuando veo esa Delhi cambiante, esa Delhi de espacios abiertos, de edificios altos y bajos, de explanadas vacías de solares y mercados llenos de gente, de parques con niños jugando y con ardillas y pájaros y de plazas tan aglomeradas que sólo cruzarlas marean. Esa Delhi multi urbana y a la vez amplia y tranquila, esa Delhi que tiene de todo pero que a la vez que no agobia, esa Delhi de 15 millones de personas que es a la vez gran ciudad y a la vez pequeño pueblo, donde cada barrio es un mundo y donde el mundo lo es todo, tu casa, tu calle, tu zona y todo lo que la rodea. Y es que Delhi, como gran ciudad, tiene de todo, variado e interesante donde poder elegir: teatros, museos, conciertos, espectáculos, mercados, cafeterías, tiendas o restaurantes. Pero, a la vez, estando en India, el urbanismo es difuso, racionalmente caótico, y eso hace que no agobie, que lo sientas que respiras.

Porque Delhi es a la vez muchas cosas, pero en realidad son pocas: depende de lo que elijas.

sábado, 22 de enero de 2011

Mundos aparte


La ilustración significa el movimiento del hombre al salir de una puerilidad mental de la que él mismo es culpable. Puerilidad es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona”.
Kant.

Preguntar algo a un hindú es como intentar comunicar con un mono: es probable que te entienda, pero la respuesta que te dará será tan distante de lo que esperas de un ser humano “normal” que acabarás por sonreírle y mirar para otra parte.

Que nadie me llame racista. La frase anterior la he dicho con todo el cariño del mundo. Estos hindúes son simpáticos, amables e inteligentes, pero son tan distintos a mí como yo lo soy de una vaca. De nuevo, que no soy racista, porque a ellos les pasa lo mismo, que intentan hablar conmigo y yo respondo de una forma que ni esperan ni comprenden y acabamos la conversación con un par de sonrisas mutuas y un “mejor me doy media vuelta”. Creo que para ellos soy algo así como un perrito, inquieto y graciosillo, al que le dices una cosa cosa y él mueve el rabo y te ladra y luego se sienta a mirante.

Somos dos mundos aparte cultural, antropológica y filosóficamente hablando. La primera vez que lo noté fue cuando me intenté informar qué era lo que servían en un restaurante en Orissa. “Perdón”, pregunté a un camarero “¿qué es esto de paneer dosa?”. Y su respuesta fue clara: “paneer dosa” respondió mientras escribía en su libreta. “No, no, que qué es, que qué lleva”. “Paneer dosa” dijo poniendo cara de quien no entiende lo que pasa. “Lo que quiero es saber qué es lo que contiene”, dije. “Paneer dosa” respondió. Y no es que no supiera inglés, porque lo sabía, y bien.

Creo de verdad que nuestros cerebros, el de un occidental y el de un hindú, son internamente distintos. No, no es por racismo, sino por educación. Creo que la forma de pensar que se aprende aquí en la India conforma unas conexiones neuronales y electroquímicas en la edad del crecimiento radicalmente distintas a las que se dan en Occidente. Y con esto no quiero decir nada malo: simplemente, es distinto. Cada vez me doy cuenta más que la cultura europea (y, con ella, la americana y la de parte de Oriente) tiene su tronco naciente en la época ilustrada, en ese momento histórico en que la razón se antepuso a todos los demás sistemas de entender y conocer las cosas, y, aunque con críticas, con reformas y con detractores, ha impregnado toda nuestra cultura en los últimos 300 años. Fijaos que todo lo que hay ahora, democracia, sanidad, educación para todos, el concepto de nación-estado, las teorías económicas, así como las entendemos, se formaron en ese momento. Que toda la ciencia moderna, la medicina, la estética, la filosofía imperante, todo, nació en el siglo XVIII. Las grandes revoluciones surgen de ese periodo. La idea capitalista de libertad de comercio, el individualismo imperante que declara que cada persona es dueña de su destino y que puede tener sus ideas sin que nadie le obligue a cambiarlas, todo nace en la ilustración. La literatura, tal y como es ahora, de novelas y teatros en prosa, con los temas y estructuras que tenemos hoy en día, nace en ese momento, y si no leed cualquier cosa de los siglos precedentes: puede gustar más o menos, pero hay algo de distinto, algo como que nos roza pero no nos cala del todo, algo que no se entiende. Nuestra forma de vida actual se formó en ese círculo que va desde Gran Bretaña hasta la fría Escandinavia, pasando por Francia y Alemania, curiosamente por donde se pasearon Lutero y Calvino, y todos, quien más y quien menos, estamos impregnados en ello. Huelga decir que los ilustrados bebieron de lo que había antes, de Descartes y de Roma y de Galileo y Aristóteles y de Santo Tomás y de Grecia, pero creo que aquella frase de “la razón lo criba todo” marca un punto de cambio.

Sobre todo si se nota cómo actúa y piensa un hindú. Aquí no se entiende nada de forma muy estructurada. Sus explicaciones son siempre vagas y un poco difusas, como si su conocimiento se basara en una neblina de ideas, como si en la confusión estuviera su forma de entender las cosas. Nunca esperes una respuesta clara, nítida y distinta cuando hables con un indio, a menos, claro, que haya estado o sido educado durante un tiempo en Occidente. Todos los novelistas indios han vivido en Occidente. Todos los estudiosos indios han estudiado en Occidente. Bueno, quizá alguno no, pero seguramente ha pertenecido a la alta clase en contacto con el dominador británico. Y esta confusión de ideas que tienen en su cerebro es calcada a la que sientes cuando lees un texto clásico de cualquier aspecto antiguo de la cultura de India. El yoga, la religión, la ciencia, la medicina y filosofía, son todo una misma cosa. La música, danza y teatro, son todo una misma cosa. La música no existe sin danza, la danza es imposible sin teatro, el teatro representa las historias que provienen de las leyendas, las leyendas son las historias de los textos religiosos, y la religión, aquí, más que palabra es práctica, y las prácticas son filosofías que provienen del único Dios y Dios (que es Brahma, que es Vishnu y que también es Shiva) es sólo la palabra AUM que es el principio de todo y que en realidad es la música que resuena en el universo. Aquí desde chico te enseñan, sin que te des mucha cuenta, que no hay una parte que no sea de un todo, y esto luego se traduce en un modo de comportarse naturalmente espontáneo e intuitivamente instintivo y alejado del raciocinio tan típico de nuestras mentes europeamente entrenadas.

Para terminar diré que muchas veces los hindúes me resultan un pelín pueriles. Se ve que no conocieron a Kant. Y creo que yo, para ellos, soy un ser un poco extraño, inquietante y complicado. Se ve que aún no conozco a Shiva :D



viernes, 21 de enero de 2011

Desayunando en la calle


“¡Ah, qué maravilla! ¡Qué buen día, qué soleado! Hoy, desayuno en la calle. Además, son casi las 11 y aún no he comido nada, así que lo que hago es hacerme un buen desayuno-almuerzo y ya no como hasta la cena”.

Eso me dije hace unos días cuando trabajaba sentado en el balcón de mi casa y veía cómo la gente se arrejuntaba en un puesto de comida recién hecha, un carrito viejo y cutre de los que hay por todos lados en los que se fríen cosas y te las dan de comer. Así que salí de casa y empecé a darme un paseo.

La calle estaba repleta, como siempre por la mañana, y decidí que el destino me guiara por donde quisiera. Me paré a comprar verdura, un manojo de menta fresca que cuando más tarde la usé resultó que no olía a nada, un buen mazo de espinacas que cuando me dispuse a lavarla estaba como una patena y no tenía ni pica de tierra, un poco de zanahoras que aquí son rojas y enormes, y si no recuerdo mal un puñado guisantes que aquí los venden en sus vainas. Seguí caminando tranquilo disfrutando del buen día cuando me fijé en un puesto que vendía comida hecha. Me acerqué con mucho cuidado observando los detalles porque lo que menos me gusta es que me tomen por guiri, sí, ya lo sé, es imposible, pero si les miras bien y les imitas en todo al final parece que llevas en India un buen trozo de tu vida.

El puesto era otro carrito de esos cutres y viejos en los que fríen cosas regentado por dos chavales que no llegaban a 18 años. Tenía expuesto sus fritos: una especie de pan redondo, aplastado y esponjoso, cuyo color marrón claro delataba a la fritura, y unos triángolos isósceles, cubiertos de rebozado, que parecían como sandwiches y que estaban también fritos.

Sólo había un comensal, que con ponía cara seria cada vez que inroducía una cuchara de plástico en un platito pequeño y se llevaba a la boca una especie de salsa espesa de color amarillo albero que relucía con el sol como el suelo de la maestranza. Señalé con el dedo apropiado aquel pan frito y esponjoso y pregunté “¿cuánto cuesta?”. El chaval no pareció entenderme y se me quedó mirando hasta que le dio por decirle al señor de la cuchara algo que no entendí pero que imagino sería “¿qué es lo que me está diciendo?”. El señor le respondió, en hindi, por descontado, y el chaval pareció entenderle, porque dijo “son 10 rupias”. Sorprendido por el precio -menos de 1/6 de €- le dije que quería probarlo. Mi cara fue de sorpresa cuando en vez del pan ansiado cogió un platito pequeño, lo llenó de salsa amarilla y me lo dio con las manos. Yo lo cogí con las mías, y entonces ocurrió esa cosa que suele ocurrir en la India que es que pides una cosa y te dan otra contraria y tardas un segundo y medio en pensar “¿qué está pasando?”, y el tiempo se te dilata e incluso parece pararse y el cielo se te echa encima y te da por temblar del pánico porque no entiendes lo que está pasando. En ese segundo y medio mi cara de tonto decía “¿Qué habré hecho mal? ¿Qué habrá entendido? ¡Yo quiero el pan!”, aunque el segundo siguiente lo que pensé fue algo así como “qué platito tan curioso” porque estaba hecho de hojas secas y recubierto por dentro de algo como papel de aluminio. En el tiempo que pasaba en pensar esto que digo el chaval cogió con sus manos dos panes de los redondos y los alargó hacia mí. “¿Cómo?”, dije mientras los cogía, a lo que siguió un “¿es posible, todo esto, por el precio de 10 rupias?”, y lo último que pené fue “vaaaaale, ahora lo entiendo, el pan se moja en la salsa”.

En estas que me dio por comer, que, por cierto, para eso había ido, aunque, la verdad sea dicha, en la India cualquier momento es bueno para hacer el guiri. Porque tener equilibrio con las bolsas de la compra, con un platito de salsa, con dos panes recién hechos y que me estaban quemando y sólo teniendo dos manos, y además no quería mancharme, y, por supuesto, de pie, con coches y motos y gente pasándome por la espalda, no os creáis que cosa fácil. Y además porque el chaval no paraba de mirarme con esos ojos tan fijos con que te miran a veces. Vi que el comensal de al lado había dejado de lado el comer con la cuchara y se aventuraba en lo mismo, en lo que yo quería hacer, en lo de mojar el pan en la salsa amarillo albero y alimentarse con ello, sólo que su experiencia india, el conocer el ambiente, el saberse seguro en él y los años haciendo lo mismo, y, por qué no decirlo, su par de dedos de frente, le hicieron coger con la mano izquierda el plato y con la derecha el pan, de forma y manera que así era mucho más sencillo y además no se manchaba.

Como soy de los que piensa “donde fueres haz lo que vieres” y como el chaval del puestecito empezaba a sonreírse ante tamaño ejemplo de ineptitud declarada decidí apretarme los machos y tomar las riendas de aquello. Primero apoyé el platito con sus panes en el carrito, cuidado que los dos panes no cayeran en el suelo. Luego dejé las bolsas suavemente sobre el suelo. Luego, cogí el platito, y, ahora sí, con la mano libre pude empezar a comer. La salsa estaba exquisita, una mezcla deliciosa de lentejas y patatas, caliente y algo picante, con un aderezo de especias -cilantro, comino, mostaza, cúrcuma- y con cosas más flotando que no supe lo que eran. El pan era delicioso, de sabor, textura y grasas muy parecido a los churros, aunque la ausencia de azúcar y lo de mojarlo en salsa le daba un gusto distinto.. Me relajé cuando vi que el chaval dejó de mirarme y siguió con su trabajo. Él freía los panes redondos, y su compañero, más joven, cogía dos panes de molde, los untaba con una crema de color marrón oscuro, los unía haciendo un sandwich y los cortaba de pico a pico, cosa que, supuse, “a que seguro que luego se convierten en esos triangulitos rebozados que hay ahí al lado”. “Nota mental” me dije a mí mismo “otro día, los triangulitos”.

Terminé de comer aquello y tiré el plato en una caja dispuesta para tal uso. Cogí las bolsas del suelo y no dije adiós al marcharme, cosa que tengo aprendida porque no lo hacen los indios y cada vez que yo la hago se me quedan mirando dudando como pensando “qué guiri más raro” o “de dónde nos saldrá éste”. Paseé durante un buen rato hasta que vi otro carrito, pero estaba tan lleno de gente y que no tuve ganas de pararme. El siguiente que encontré me pareció adecuado, pues hacían unas bolitas que quería probar hacía tiempo. Esta vez sí me entendieron, “15 rupias 6 bolitas”, y esta vez cuando me dieron el platito con la salsa entendí qué estaba pasando. Las bolitas eran de patata, esponjosas y calientes, y la salsa era parecida a la del puesto de antes pero de un color más verde y bastante más picante. Me las comí en seguida, bocado mucho más ligero, rico, sí, aunque no tanto, y sin hacer mucho el indio me encaminé vuelta a casa.

Y allí saqué unas galletas, por aquello de comer postre.

Y esas fue una hora y media de desayuno-almuerzo de un día soleado en mi barrio. Si os pasáis por la India, por favor, hacedme caso, comed lo que os den en la calle sin pensar lo que os están poniendo y sin esperaros nada. Porque aquí nunca se sabe lo que te puede tocar. Y, la verdad, para qué comerse la cabeza, si (casi) todo está bueno.

miércoles, 19 de enero de 2011

Primeras impresiones de Delhi (y de Kolkata)

CAOS:
1. Estado amorfo e indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos.
2. Confusión, desorden.
3. Comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos.

“Y, de repente, el CAOS”. Así, con estas palabras, escritas de prisa y con mala letra sobre un cuaderno de rayas. Así describía Alexander su primera visión de la India, cuando, imagino, atravesaba las avenidas atestadas de vehículos montado en un taxi, en Delhi. El CAOS, con mayúsculas, enfatizándolo mucho. Sin duda una buena manera de describir qué es la India. La India, pero no Delhi.

Mi primera impresión de Delhi fue una bastante distinta. Bajo del avión y me encuentro con algo que no esperaba: un edificio limpio, espacioso, ordenado, claro y eficiente. Un aeropuerto gigante de dimensiones titánicas, blanco, tremendo, con un volumen enorme, donde se tiene sensación de espacio, y decorado con gusto. Sin colas, sin recovecos, sin complicación ninguna, en el que se pasa el control de pasaportes con sólo esperar esperar 5 minutos, donde se puede orinar en un baño brillante y pulcro, donde preguntar a la gente no se convierte en un CAOS porque saben inglés y te entienden, son amables, sonríen, son simpáticos, donde las maletas llegan luego de una espera normal, ni muy larga ni muy corta, y donde hacer tu camino para encontrar lo que buscas es tan fácil como seguir las indicaciones. Un aeropuerto mejor que muchos de los europeos y desde luego a años luz del sucio y cochambroso aspecto del aeropuerto de Calcuta (o Kolkata, como se llama ahora), indigno de una ciudad tan grande, en el que aterricé la primera vez que vine a India, y donde tuve que esperar varias horas a que saliera otro vuelo con esa sensación nerviosa de no-me-enterando-de-nada y por-qué-mi-avión-no-sale.

Así que agarro el equipaje y me dirijo a la puerta. Con el miedo del turista, tener todo controlado, cuidado que no me roben, a ver quién es el que se me acerca, qué me pide, qué me hace. Sin embargo, otra sorpresa: me recibe una masa de gente tranquila, seria y bien vestida, que espera a la gente que espera, a familiares y amigos, o quizá a algún cliente, y para los que yo soy más más que uno más está llegando. Nada del calor sofocante ni del olor a humedad sudorosa de la gente amontonada en los bancos mientras espera. Nada de personas raras, de gente con ropas roídas, nada de seres extraños que me miran con cara rara y para los que soy solamente un par de billetes con patas, que fue mi impresión en Calcuta, aunque luego me di cuenta que mucho de lo que veía era mi miedo europeo.

Enfilo directo al mostrador “Prepaid taxi”, es decir, el taxi que pagas por anticipado para que no te engañen ni te lleven a donde no quieres ir. Allí sí que me toca hacer el tonto. El tío me pide 430, casi como dijo Elena, me fío y le suelo un billete de los de 500 rupias. “¿No tiene cambio?” me dice, “no, sólo eso”, “bueno pues yo tampoco tengo cambio”, y mira para otro lado. En ese segundo y medio en el que no entiendo nada y en el que no sé qué decir se acerca un cliente nuevo y me quita de donde estaba y cuando me quiero dar cuenta estoy andando a la calle pensando que he hecho el canelo. “Esta es la última”, pienso por dentro, y, bueno, así ha sido (casi).

Ya en la calle lo primero que respiro es ese olor como a azufre que llena el aire de India, al menos el de las ciudades y el de algunos sitios rurales. Ese olor que de repente me hace pensar a Calcuta, y a Konark, y a Bubhaneswar, y a Puri, incluso más, al malecón de La Habana, ese olor a “tercer mundo” de gasolina barata quemada por motores viejos que recorre medio mundo y que me perturba tanto, aunque al cabo de un par de semanas ocurrirá que ni lo noto.

Recuerdo lo que pasó en Kolkata. Allí, medio mareado, agotado por un viaje que duró 24 horas, asfixiado por el calor, angustiado, ansioso y confuso, con gente que me requería para que me llevara en taxi o para venderme algo, tuve que arrastrar las maletas por el camino que va de la terminal internacional a la de vuelos nacionales y que son 50 metros de piedras, polvo, arena, de baches y de salientes, de hierros tirados en el suelo, de alambradas oxidadas y muros con desconchones, de ruido de tráfico intenso y esos hombres y mujeres extraños vestidos con ropas roídas y de los que la impresión que tenía (obviamente equivocada) era que me miraba como quien ve un manojo de rupias. Esta vez no, llego a la zona de taxis, un tío amable y sonriente me recibe en plena calle y me ayuda a encontrar mi vehículo, y, ¡sorpresa! no pide dinero, ni siquiera unas monedas, sólo me pide el recibo de haber pagado ya el viaje y en el que viene ya escrito incluso el conductor del taxi.

El taxi en sí ya es más cutre, un vehículo años 70, mal pintado de amarillo y negro. Por segunda vez hago el tonto yéndome a sentar la izquierda, “no, the other side”, dice el chófer, claro, la dominación inglesa, aquí se conduce al revés. Me acomodo y enciende la máquina y me suelta “me, good driver, you relax?” así, para tranquilizarme, “yes, me relax”, le respondo, en ese inglés tan cutre al que tienes que retroceder a veces para que te entiendan. “Me good driver”, dice, “you sleep”, se lo sueña, que me voy a quedar dormido, y perderme el espectáculo de esa Delhi por la noche. Intento entablar una charla, “is it very far from here, the place we are going?” (¿está muy lejos de aquí el sitio al que vamos?), “me good driver, you sleep”, ah, vale, ya lo entiendo, el inglés, como los cangrejos.

“Y de repente, el... ORDEN”. Bueno, el orden hindú. La larguísima avenida de cuatro por cuatro carriles medianamente asfaltada y negra, sucia, polvorienta, pero, sí, bien ordenada, con su mediana en el medio, con sus luces y farolas, con sus coches que circulan casi siguiendo las reglas, casi en el centro de las líneas, donde nadie va en contra mano y donde no hay vacas ni perros, donde puedo imaginarme a Cristina y Alexander sufriendo en cada frenazo, curva o adelantamiento, donde el estruendo de pitos y viejos motores y escapes rechinaba en sus oídos, pero a mí esto parece otra cosa, tranquilidad, más o menos. Me relajo en el asiento y disfruto de la escena, de esta India tan moderna, de ese metro elevado, de esas luces nocturnas que están a medio camino entre una ciudad europea y un cataclismo de cine, de esos acelerones bruscos pero que me saben a gloria comparados con el CAOS que he vivido en otros sitios. Me relajo y me siento drogado y embriagado por las luces, por los colores nocturnos, por los coches y las motos y los rishaw que circulan, por la música del tráfico que discurre con fluidez, por los cambios de dirección ásperos e inesperados con los que me deleita mi chófer y también y por supuesto por el sueño y el cansancio, y por una sensación de “por fin me parece que he llegado”, y por sentirme seguro en un sitio en el que ya me creo que conozco las reglas.

Porque la India es difícil, es amorfa, indefinida, es errática e impredecible, es la confusión del cosmos. Es un sistema dinámico de fluidos en desorden, es el CAOS, sí, es el CAOS. Pero cuando ya la conoces te parece que es otra cosa, y si además esto es Delhi, la gran ciudad capital, entonces es otra cosa. Es la tranquilidad y la paz, es el orden del CAOS nocturno. Es una ciudad tan grande, tan poliédrica y amorfa que... buenas noches, mañana sigo.

jueves, 13 de enero de 2011

La ciudad de la vida y la muerte.

- Conozco una mujer que vino a Varanasi a esperar la muerte -dice el dueño, o lo que sea, del hotel en el que estamos-. Tardó 35 años en morirse. Murió a los 84 años.
Me quedo sin saber qué decirle.
- Tenéis que ir a ver los fuegos donde queman a los muertos – dice. Y me mira. Me mira esperando respuesta. Me mira con esa mirada tan fija, con esos ojos tan blancos, con esos iris marrones y ese ceño tan fruncido de color café con leche con el que miran los indios. Me mira y espera respuesta. Y yo no sé qué decirle.
- No sé si tengo ganas de verlo -creo que solté, más o menos.
- ¿Por qué no? Es una cosa bonita -dice. Y se va.
Ir a la orilla del Ganges a ver donde queman los muertos. Trago saliva. No he visto un muerto en mi vida, y aquí no sólo me dicen que vaya a ver cómo los queman sino que encima aeguran que es una cosa bonita. Así. Y luego se van, tan tranquilo.
Si hay una cosa que me molesta que me noten turista. Sí, ya lo sé, es imposible. Con mi piel blanca, mi mochila en la espalda, mi cámara de fotos al cuello, mis andares europeos y mis pintas de hippie-pijo-ingeniero-artista-alternativo-adinerado. A ver cómo no se me nota. Pero no me gusta. Me gustaba en Roma, cuando la gente podía imaginar que quizá era italiano. Cuando podía mezclarme con la muchedumbre y nadie sabía quién era, si era de aquí o si era de allí, si era un turista o si no. Pero en India, es imposible. Por eso me desconcierta. ¿Me habrá tomado por un turista? ¿De esos de los normales? ¿De los de gorra o sombrero, camisa de colorines, pantalón corto de safari y chanclas con calcetines? ¿De los de ir a los sitios a ver cómo son de raros? ¿De los de correr, hacer fotos, reírse de sus costumbres y cenar en el macdonalds? ¿De esos que en cierta forma odio, detesto, abdico y reniego, pero que en el fondo y aunque me pese es lo que en realidad soy yo? ¿Ir al Ganges a ver quemar a los muertos? ¿Pero qué es eso? ¿La enésima atracción turística del show del circo de India? Mañana veremos.

Día siguiente, después del desayuno. Puerta del hotel.
- Varanasi es una ciudad complicada. -dice el mismo tipo de ayer-. Las calles del centro antiguo son un laberinto. Para que no os perdáis, este amigo os va a llevar hasta el Ganges. Así no os perdéis.
- No hace falta, ya preguntamos -dice uno de nosotros.
- No -sentencia, muy seriamente, cerrando los ojos, moviendo la cabeza hacia un lado, con esa expresión tan hindú de “no os preocupéis por nada” o “esto es así y así es”-. Cortesía del hotel.
- Vale, pues muchas gracias -creo que digo, sin saber qué decir.
El amigo. Un tipo gordo, rechoncho, piel morena, unos 40 años. Cara redonda y dientes oscuros por esa cosa tan rara que mastican los indios y que escupen que da asco. Al menos sabe algo de inglés. Empezamos a andar.
- ¿A éste hay que pagarle? -pregunta Elena, que llegó al final y no se enteró de nada.
- El tío del hotel dice que es cortesía -le respondo.
- ¿Y eso qué significa? - me dice.
- Y yo qué sé -respondo- Estamos en la India, todo es posible.
- No me gusta. Mira qué cara tiene.
- ¿Y qué quieres que le haga, le digo que se vaya?
- Yo no le doy más de 10 rupias -me dice.
- Pues vale.
Caminamos. Las calles, la verdad, son laberínticas. Busco una referencia para cuando estemos solos pero lo único en lo que me fijo es una vaca que pasa de mí. Esquinas, vueltas y recovecos. Paredes blancas y suelo de piedra. Barrio de Santa Cruz (más o menos). Frío, o más bien, humedad. Llegamos a un ghat.
- Éstas son las escaleras -dice el tipo-. Se llaman Ghat. Son las escaleras que llevan al Ganges. En esta época el río está bajo, pero con el monzón sube muchísimo. Fijáos, en esa pared -una señal, una raya- hasta ahí llegó el agua en el año 1978 -es verdad, está escrito el año. Miro hacia abajo, increíble. Habrá como 10 metros de altura hasta donde está ahora el...
...el Ganges. Lo contemplo y me emociono un poco, pero no dura mucho. Está sucio, es marron, de un color a café muy espeso. Como, por cierto, las escaleras, los edifios, los indios, todo. Creo que no me gusta. Cuando atardezca, como habréis leído, empezará a gustarme. Esta mañana aún estoy en estado de shock.
- Conozco una mujer que vino a Varanasi a esperar la muerte. Tardó 35 años en morirse. Murió a los 84 años.
Esta historia creo que me suena. Es lo malo de ser turista.
- Mi abuela tardó más tiempo. Me trajo aquí cuando yo tenía 12 años para que la acompañara a morirse. Murió a los 105 años. Y aquí me quedé.
Me quedo con la boca abierta.
- Te gustó Varanasi -pregunto.
- Me gusta. Es una ciudad tranquila.
Caminamos. El Ganges sigue su curso, suave. A un lado, montañas de leña altas como dos personas. Paramos junto a una construcción de piedra.
- Éste es el crematorio eléctrico -la señala-. Aquí se incineran los pobres, la gente que no tiene dinero para pagar la leña. Claro que no es lo mismo, para conseguir la liberación hay que quemarse con la madera adecuada. Allí -señala al frente-, al borde del río, es donde se quema con leña.
Nos acercamos. Hay como un mirador, con una varandilla oxidada. Debajo, a unos 3 metros, la pila de leña. Encima, un muerto. Es la primera vez que veo un muerto. Un cadáver de verdad.
- Ése murió hace unos días. Creo que tuvo una enfermedad.
Yo no paro de mirar al muerto.
- Aquí no se puede hacer fotos -dice en voz alta- pero -se me acerca al oído- si pones la cámara y no miras el visor y te haces un poco el tonto puedes hacerlas.
El cadáver es una mujer. Está encima de una pila de leña alta como lo era ella misma. Está vestida y pintada y tiene incluso pendientes.
- Hay que quemarlos como murieron, con todas sus cosas. Después, las cenizas se limpian en el agua. Si el brahman encuentra algo, anillos, pulseras, joyas, tiene derecho a quedárselo y puede hacer lo que quiera, incluso venderlo. Es suyo. La familia no puede reclamar nada.
- ¿Ése es su pago por incinerarla? -pregunto.
- No, al brahman se le paga. Pero si encuentra cosas cuando limpia las cenizas, esas cosas ya no son del muerto. Ni tampoco de la familia.
Ponen más leña sobre el cadáver. Le echan una cosa encima, como una crema blancuzca.
- Eso que echan es ghee. El ghee es mantequilla clarificada. Se usa también para hacer comida.
- Es para que queme bien -dice Elena, que está a mi lado.
A mi derecha llega un grupo de personas. Parece que llevan algo envuelto en una especie de sábana de filos dorados, de un tejido vaporoso y blanco, con hilos de varios colores. Por un lado asoma una pierna.
- Ése de ahí es otro muerto. La pila de leña que veis -señala más a la derecha- es para él.
Cojo la cámara y me hago el tonto. Hago como que la estoy limpiando. La coloco en posición y dispro, una, dos, tres, más veces. Suena demasiado. Alguien me mira, la guardo.
Observo cómo se desarrolla la escena. La mujer de antes está ahora cubierta de esa crema que se llama ghee, y empiezan a ponerle aún más leña por encima. Un tío gordo que estaba a mi lado se está cambiando de ropa. Su cabeza rapada y una especie de cuerda que le cruza el tronco y la espalda le delata: es un brahman. En el otro lado, al recién llegado lo están desnudando. Le untan el mismo ghee por todo el cuerpo.
- Ése que está llegando es su hijo. Es el que va a incinerarlo.
El hijo es un muchacho joven, no pasará de 20 años. Delgado, como su padre, que, por cierto, parece también joven. Me fijo en las caras, no hay lágrimas.
- Aquí no puede haber mujeres. Las mujeres y los niños son demasiado sensibles. Ellos no vienen aquí.
En efecto, las únicas señoras que veo son unas pocas turistas.
A mi izquierda el cuerpo de la mujer muerta está totalmente cubierto de madera. El brahman está a su lado, nada serio, casi parece que bromea con alguien mientras mete unas ramitas pequeñas, una especie de paja, por los recovecos de donde está la leña. A mi derecha, el hombre ya ha sido colocado sobre la pila de leña.
- Ésa no es madera suficiente. Ese hombre no va a arder bien.
- ¿Por qué no ponen más? -pregunta alguien.
- Posiblemente, no tienen dinero suficiente. Aún así, prefieren incinerarlo aquí que no en el edificio de antes. No quieren estar con los pobres.
Saco de nuevo la cámara e intento hacer alguna foto. La gente me deja tranquilo. Las fotos no salen bien, es lo que tiene no mirar por el visor, no enfocar, no poner zoom. A mi izquierda empiezo a ver humo. El brahman está haciendo el fuego. A mi derecha alguien le explica al chaval cómo tiene que echar una cosa, un líquido, sobre su padre.
“En la India la muerte no es mala” recuerdo las palabras del dueño, o lo que fuese, del hotel que nos hospeda. Desde luego que lo parece: aquí nadie parece triste. Más bien, es algo normal. Hago fotos a mi alrededor, de espaldas a los dos cadáveres.
- En la India puedes hacer las fotos que quieras. Sólo tienes que respetar los muertos, y a lo mejor, a ésos -me señala un “intocable”, uno de la casta baja-. Ésos muchas veces no quieren salir en las fotos.
Me da igual, yo se la hago. Observo todo. La visión, la tranquilidad, la normalidad cotidiana. Veo a la gente india que se detiene a mirar, tan normal. “Varanasi es una ciudad turística, turistas de todos los sitios, de fuera, y también de la India”. Estoy en medio de India, esto es algo muy normal, la muerte no es como yo me temía un espectáculo para occidentales y asiáticos del lejano este. Observo la gente paear, gente de todos los sitios. Todo parece normal.
Empiezo a oler a barbacoa. La primera pila, la de mi izquierda, está ardiendo por debajo. Me señalan un templete un poco más hacia arriba.
- Ese templo tiene un fuego más antiguo que Varanasi. Dicen que lo encendió Shiva. Si tienes dinero para pagarlo, es el mejor fuego para incinerarte. Lo controlan los intocables. No son pobres, son una mafia. Son los que venden la leña y los que te dan el fuego. Bueno, yo me voy -nos dice-. Si queréis algo más me llamáis.
Nos saluda y se va tan tranquilo. De pedir dinero, nada.
- ¿Qué hacemos? -pregunta alguien-. ¿Damos un paseo?
- Vale.
Empezamos a caminar el Ganges, dejando atrás dos cadáveres. Uno ya se está quemando, el otro empezará en breve. No me vuelvo cuando empieza a oler a carne quemada. Varanasi, la ciudad de Shiva. Donde viene la gente a morir. La muerte es algo normal en la India. Aquí nadie llora. Nadie se conmueve.  


martes, 11 de enero de 2011

Una ciudad como cualquier otra

Varanasi es una ciudad como cualquier otra de la India. Sus edificios son sucios, viejos y descuidados, bloques sencillos y antiguos que se vuelven enrevesados ante la cantidad de terrazas, patios, muros, columnas, azoteas, escaleras y ventanas, rejas de hierro oxidado, barandas despintadas de blanco, paredes agujereadas y vallas a medio terminar. Estructuras bajas e informes de rara vez más de tres plantas cuya irregular figura no se sabe si se debe al continuo paso del tiempo o a que en realidad nunca las construyeron del todo. Casas de cemento visto, algunas de ladrillo al aire, que recorren una gama entre el gris, el marrón y el bruno, salpicadas de fachadas que mantienen el recuerdo de haberse pintado hace tiempo de azulado, cetrino o rosa, y que en realidad sólo alguna conserva fresca esa memoria.


Las calles de Varanasi están llenas de templitos. No me refiero a los grandes, a los enormes santuarios con cúpulas y torreones, relieves y frescos preciosos, que por su puesto los hay, sino a la cantidad de altarcillos, humildes y pequeñitos, incrustados en los muros, entre las casas y tiendas, o en patios entre las calles, repletos de figurillas en su defecto de estampas de dioses multicolores con varias cabezas y brazos y adornados con guirnaldas de unas flores color naranja, redondas como claveles, y por otras flores falsas de plástico rojo y verde. Del techo de los templillos cuelgan unas campanitas pequeñas como ratones que la gente hace sonar al empezar una puja. A los pies de las figuras se colocan unas vasijas, como unos vasos de cobre, que están llenos de algún líquido, agua, leche, yogurt o coco, que no sé bien qué significan, y, a veces se coloca comida, arroz, chapati o algún dulce, que es lo que llaman prasat y que una vez bendecido se reparte entre la gente y, por supuesto, se come.

Los templitos se perfuman con sándalo incandescente o con barritas de incienso. Casi siempre se encienden de noche, o a lo sumo al caer la tarde, y a la explosión de colores se suma una nueva de olores, de forma que cada tres o cuatro pasos sientes una fragancia distinta: puedes pasar de los humos de un amasijo de coches, de la fea pestilencia, más de apariencia que de olores, de una montaña de caca, de las aglomeraciones de fritos, lentejas, mantequilla y pan a las embriagadoras esencias de los olores de incienso. La India está llena de olores, como lo está Varanasi, esa mezcla de tierra seca, de menta, cardamomo y especias, de té de leche y jengibre, de olor q sudor humano entre dulce, rancio y viejo, de comida recién hecha, y, sobre todo, de coche. Ese olor a coche viejo, a óxido, metal y cuero, a aceite industrial mal usado, y a gasolina quemada, una gasolina cutre, poco y mal refinada, que deja un regusto de azufre que impregna por donde vayas.
Las calles de Varanasi, como las de toda la India, son la mayoría de tierra, salvo las más principales que son las que están asfaltadas, pero de eso hace tanto tiempo que están llenas de agujeros, de socavones y baches. Una tierra que aquí es ocre, de un color a vainilla clara, un polvillo tan sutil que del trajín cotidiano se levanta y se te pega, lentamente y sin que te des cuenta, en la ropa, en la piel, en la nariz y garganta, en el pelo y los zapatos, y que poco a poco te ensucia sin conseguirlo del todo.

Pero si algo tiene India, y, claro está, Varanasi, es gente por todas partes. Una masa de personas que hierven de movimiento. Un pulular incesante, un trajín impresionante de personas, coches, bicis, de motos y taxis, de eso que llaman rishaw que son unas bicicletas que tienen detrás dos ruedas que sostienen un asiento en el que se sienta la gente, y esa variante moderna que en realidad es lo mismo pero con el motor de una moto y que se llaman autorishaw. Unas calles atestadas cuando las ves de lejos parecen una marabunta de hormiguitas de colores, de ruidos, de motores, de gritos y de bendiciones. Y, sobre todo, pitidos. Porque aquí siempre se pita, no para mostrar enfado ni para reconvenir a nadie sino para decir “estoy cerca, y como nos descuidemos un poco a lo mejor nos chocamos”. Pitan para delatar su presencia, como lo hacen los pájaros. Y como siempre están cerca de otro coche u otra persona, pues están siempre pitando.

En este hervidero increíble se mezcla todo tipo de seres. Se mezclan ricos y pobres, comerciantes y mendigos, gitanos, brahamanes, renunciantes y normales, personas bajas y altas, y todos parecen iguales. Se mezclan incluso animales, en una masa caótica en la que nada parece importante. Las vacas van a lo suyo, pasean, mastican, se paran, rebuscan, entre los bidones, desperdicios de verdura. Los perros no son distintos, salvo porque son más chicos, más humildes y más ruidosos, saltan, corren, gruñen y ladran, se acercan a las personas poniendo cara de pena y se enroscan en el suelo a la hora de echar una siesta. Los monos son los más listos, porque viven en las ramas. Bajan de vez en cuando para observar desde el suelo y luego, dando dos saltos, vuelven por donde vinieron, a seguir con sus monadas. Y los hombres y las mujeres son en realidad lo mismo que el resto de animales. Sí, son distintos, comercian, hablan, cocinan, gesticulan y otras cosas, van vestidos en vez de desnudos y a veces quizá incluso piensan, pero en realidad es lo mismo, sus vidas son muy parecidas, viven sin pensarlo mucho, viven sencillamente viviendo, sin disfrutar y sin penas, una vida tan normal que a nosotros desconcierta. Aquí se comprende fácil por qué creen en la reencarnación: ayer fuiste vaca y muy bien, antes de ayer, mono o perro, hoy te toca ser persona y mañana no sabemos, pero en realidad poco importa. La vida de un indio, de un perro, un mono o una vaca en realidad son la misma. Como decía un famoso, “el problema de la India es que nunca hay ningún problema”.

Y otra cosa de la India es el comercio incesante. Hay tiendas en los palacios, en los templos y en las casas. Hay tenderetes formados por dos palos y una lona, hay quien se planta con un saco lleno de pan de lentejas, quien prepara tortillas y fritos en unas sartenes enormes, quien se pasea con un hornillo y te hace en un momento un chai -té-, quien hace zumo exprimiendo larguísimas cañas de azucar o moliendo y echando agua en todo tipo de frutas, quien mezcla yogurt y azúcar y hace un lassi en un momento, quien tiene su tienda exclusiva de joyas, de sarees de seda, de lanas, de plata y de oro, quien vende tecnología en forma de cedés de música, móviles u ordenadores, quien tiene una farmacia en la que vende de todo, incluidos refrescos y dulces, quien por la noche calienta patatas dulces al horno y las recubre de masala o quien vende cacahuetes calentitos como castañas...

Y, luego, sin darte cuenta, te vas alejando del ruido. Te metes en callejuelas estrechas, húmedas y viejas. Notas que ahora el suelo está hecho de adoquines y que tus pasos resuenan entre las paredes altas. Te alejas y vas entrando en un laberinto de calles encaladas, blancas, pintadas con unas letras que no sabes si hindi o sánscrito, unas paredes que parecen más antiguas que las otras. Te aturde que aquí no hay ruido, te sientes raro ante la presencia de alguna vaca o de un perro que pasean solitarios. Casi te da miedo cuando doblas una esquina y te cruzas con un indio. Estás como en otro mundo, frío, lleno de sombras, donde el sol ya no se ve y su claridad se oscurece ante la estrechez de las calles. Es algo así como el borde, la frontera entre dos mundos, entre la Varanasi nueva que dejaste a tu espalda y la Varanasi vieja que se abre allí, justo enfrente. Casi sin que te des cuenta llegas a unos escalones altos, rudos y escarpados, los ghats, que cuesta bajarlos. Los desciendes lentamente cuidando de no caerte, giras algún recoveco y sigues de nuevo bajando. Y, entonces, lo encuentras. En otro tiempo, el Ganges. Y ves las montañas de leña y hueles a carne quemada. Y ves un grupo de gente reunida alrededor de una hoguera. Y escuchas alguna campana y un canto suena a lo lejos. Y entonces te acuerdas de algo que te dijeron: que Varanasi es antigua, una de las más viejas del mundo, y que es una ciudad santa. Porque Varanasi, además de una ciudad india, es la ciudad de los muertos. Pero ésa es otra historia.