jueves, 10 de febrero de 2011

La casa en la que vivo


La casa en la que vivo es un apartamentito compuesto por: un cuarto. Repasemos: cuartos, uno. Ya.
Un único cuarto. Ésa es mi casa.

El único cuarto que compone mi casa contiene todo lo necesario para vivir: una cama enorme, un armario empotrado, una mesita de noche, una estantería empotrada, una especie de zapatero también empotrado y una mesa y dos sillas. Menos las sillas, que son de plástico, el resto es de madera. Una madera vieja, fina y barata, de tablones antiguos pero que resisten, y de color caoba, auque la única caoba que se nota que han conocido es la pintura con la que están pintadas. Las sillas son de básico plástico blanco, como las que usamos nosotros en jardines y balcones. Además hay un ventilador, de esos que cuelgan del techo, y un moderno aire acondicionado, que creo jamás encenderé porque me iré de este país antes de que resulte imprescindible.

El cuarto tiene dos puertas. Una da a un balcón que a su vez da a la calle, una calle ruidosa en la que siempre hay pitidos, coches, motos y gente pasando; la otra da a un patio interior. El patio interior tiene: dos cuartos de baño, una cocina, otro cuarto que se le llama cocina porque tiene el frigorífico, y tres habitaciones más. En una vive mi “compañero de piso”, un indio bajito que tendrá como mi edad y que es bastante callado aunque parece simpático. En las otras dos no vive nadie.
El patio tiene una escalera, porque está en un tercer piso. La escalera baja al segundo, y de éste se baja al primero, es decir, a la planta baja. El segundo se configura de una forma parecida a la planta en la que está mi cuarto y que yo sepa en él sólo vive una persona, un danés muy jovenzuelo que está como haciendo una práctica en cooperación o algo así. Elena dice que le dijo que no le gusta la India, casi que odia estar en este país, que ya me dirán cómo se puede cooperar con un país en el que no estás a gusto. Y, la verdad, no le he visto sonreír mucho, aunque en realidad me cae bien.

En la planta baja viven los dueños. El dueño es un señor simpático, delgado y digamos que alto, de edad como 60 años, de piel marrón y arrugada. Viste siempre pantalones marrones y oscila entre un par de jerseys distintos, uno gris bastante gastado y otro de rayas rojos y negras que no se ve mucho más nuevo. Cuando hacía más frío se le veía normalmente con una bufanda gris con la que se enrolla el cuello, ahora que ya hace menos sólo la usa por las noches. Su inglés es decente y amable y cuando me ve siempre me dice alguna cosa. Que qué buen día hace, que si me gusta la India, que cómo me va en el trabajo, que qué día más soleado, que qué es lo que de desayuno. Creo que le gusta hablar, conmigo y con casi todos, pero entre nosotros de occidente y la gente de aquí, de oriente, hay como un fino velo que no se consigue quitar, y la comunicación, de verdad, es difícil, así que al final tras dos o tres frases terminamos por no decir nada. Se lleva el día entero en casa, parece que está retirado, y por la pinta que gasta diría que es una persona culta que hasta hace no mucho tiempo trabajó en algún sitio importante con algún tipo de cargo medio.

La dueña es una señora gordita de un poco menos de edad. Viste siempre falda larga y un jersey entre celeste y gris perla, camina un poco pesada pero no se mueve mal. Tiene pinta de mandona y de más lista que el hambre pero es amable y abierta, campechana y educada. Nunca está por las mañanas, dice Elena que trabaja en una embajada o algo así y tiene todo el aspecto de que es la que sin estar nunca en casa en realidad lo controla todo.

En la casa tengo derecho a usar la cocina y un baño. Al menos, así es en teoría, porque en la práctica puedo hacer casi lo que me venga en gana. Las maletas las tengo en un cuarto de los dos en los que no vive nadie. Las cosas de comer las dejo en el frigorífico de la otra cocina. El baño se estropeó unos días y usé el de mi compañero. Y, bueno, de la cocina de la planta de en medio a veces me he apropiado de un par de utensilios que no tenía. En realidad en la India lo mejor es hacer lo que quieras y si van y te dicen algo te haces un poco el tonto, que no lo sabía, que no entendí bien, que hay que ver qué cosas tengo y al final no pasa nada.

La cocina es bastante simple. Dos hornillas de gas de bombona, un fregadero muy usado, una colección de platos, vasos, tazas y cubiertos de plástico y metal sencillo, un par de muebles para guardar cosas y una encimera, todo enclaustrado en un cuarto en el que apenas caben dos personas. Las hornillas están sobre la encimera, así, sólo encima, y si las empujas, se mueven, dejándome una impresión como de un camping gas muy grande.

El baño es más espacioso, como el doble de la cocina, con el váter, el lavabo y la ducha (eso sí, sin pie de ducha), y el agua caliente sale de un repiente exterior que se enciende con un interruptor. El agua caliente cuesta, es decir, la corriente eléctrica, así que tenemos cuidado de nunca dejarlo encendido cuando no nos hace falta.

La casa, así, en general, da una impresión de antiguo, de casa realmente vieja, de aquel patio de vecino en el que vivirían mis abuelos antes que naciera mi padre, de esas casas de verano de las que había antiguamente cuando la casa de playa era una cosa cutre donde familias enteras de tíos, primos, hermanos y el amiguete de alguno pasaba los meses estivos, y no esos apartamentos pequeños pero modernos que se compra hoy en ía mucha gente para huír el fin de semana, la Semana Santa y la feria.

Una casa normal y corriente como cualquiera en la India, con algunos toques de lujo (frigorífico, aire acondicionado, internet, aunque a veces se vaya). Una casa limpia y decente donde se vive de maravilla. Y, además, con 25 grados y rodeado de ardillas, gatitos, cuervos, palomas y otros pajaritos, perros y algún que otro mono... ¡a veces parece el paraíso!

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