martes, 15 de marzo de 2011

Viajar por el metro de Delhi

Ya sólo me quedan recuerdos, pero es como si fueran ahora. El metro de Delhi, por poner un ejemplo.

El metro de Delhi es limpio, al menos, para ser de India. Tiene esa fina neblilla y ese polvillo en el suelo que indica que se está en la India. El pavimento es opaco y no brilla, las ventanas son más bien translúcidas, las paredes se ven usadas a pesar de tener pocos años (en algunos casos sólo meses) y tiene en general ese aspecto de austeridad y descuido, como de algo hecho a retazos, de cosa sin terminar del todo que es lo que en realidad aparenta casi todo lo que hay en la India. Pero lo que más sorprende es que el metro no huele a metro.

Cuando uno entra en un metro lo primero que percibe es que está entrando en un metro por los olores que llegan: esos efluvios tan típicos a humanidad comprimida mezclados con grasa de máquina y estructuras de metal chirriante, olores de calor humano y de frialdad de ingeniería. Sin embargo, el metro de Delhi a lo que huele es a India, y de hecho no hay mucha diferencia entre el perfume en la calle y los aromas de dentro, que son siempre los mismos, esa mezcla de polvo seco y humedad de menta fresca.

En lo que sí se parece el metro de Delhi a cualquier otro metro de cualquier otra ciudad del mundo es que cuando te montas te encuentras un escaparate de lo que hay en el sitio. Para mí es fascinante, y en Delhi más todavía porque hay gente tan distinta, entre sí y a lo que estoy acostumbrado, que parece casi imposible que estén todos aquí tan juntos. Los hay que se ven bien situados, con sus teléfonos nuevos y sus ropas de marcas caras. Cierto, no es como en Londres, donde todos tienen iPhone, o HTC en su defecto, pero sí que hay muchos con nokias o blackberrys de los buenos. Los hay con pinta de informáticos, con sus bolsas o sus mochilas en la que parece que llevan ordenadores portátiles, con camisas de rallas claras y bolígrafos en los bolsillos. Los hay que tienen aspecto de ser de tener menos dinero, cosa que se denota por llevar pantalones más usados y más viejos, que por alguna razón que no entiendo muchos son de los de campana, ajustados a la cintura, estrechos casi toda la pierna y más amplios en los tobillos, y con camisas ajustadas estilo años sesenta. Hay mujeres de cierta casta que no he sabido cuál era que tienen la piel más oscura que el resto y me da que son más bien pobres pero que visten unos sarees de unos colores que impactan, brillantes y maravillosos, quizá no caros pero sí buenos, que se ponen joyas doradas en la nariz y en las orejas y tobilleras brillantes llenas de piedrecitas, que se pintan con un esmero y se arreglan con una gracia que las jóvenes van preciosas y hasta las viejas son guapas. Hay un grupo de mujeres, especialmente adolescentes, que visten más informal con pantalones de chándal o con mallas ajustadas, con camisas estampadas o camisetas anchas, y hay mujeres elegantes con vestidos bastante caros, pero en lo que todas coinciden es que ninguna va con escote ni con cosas ajustadas, quizá por cierto pudor implícito o simplemente para que no las miren, porque aquí los hombres miran. Hay otro grupo de gente, hombres en su mayoría, a los que sí se ve pobres y se ve que no usan mucho el metro porque se confunden siempre, se lían al buscar la línea, no saben meter el billete, no esperan a que se abran los tornos y cuando entran sonríen con esa cara de tontos que tienen los niños chicos cuando entran en un sitio nuevo. Me impactan los varones sikh, una religión que entremezcla las creencias musulmanas con la tradición hinduista, y que son esos hombres tan típicos que se cubren la cabeza con un turbante muy grande, casi siempre muy bien hecho, de color más bien oscuro, como remangado en la frente, o que llevan como un pañuelo ajustado en la cabeza con un gurruño en el centro con un moño de pelos largos, originarios de una región que se llama Punjab pero que en Delhi, que está justo al lado, son una cantidad enorme.


Otra cosa interesante es cómo la gente me mira. La mayoría me ignora, hacen como si no estuvieran, con ese pasotismo tan indio de que eres parte del ambiente como lo es el aire del cielo, tan trasparente que ocurre que parece que no estuviera. Una minoría se sorprende cuando me veía en el metro, y parecen tan simples e ingenuos que se me quedaban mirando con los ojos clavados en mi cara sin ningún tipo de vergüenza, como lo hacen los niños cuando ven algo que no entienden, como la gente de pueblo cuando llega un forastero. Son miradas de ojos blancos en contraste con la piel oscura, con iris también marrones y pupilas pequeñas y negras. Son miradas de ojos abiertos que delatan extrañeza, pero una extrañeza limpia, espontánea e sin malicia. Me hubieran mirado por horas, si los viajes duraran tanto, y cuando yo los miraba casi ninguno apartaba la mirada, nada desafiante, sencillamente, mirando. Como, por cierto, hacían algunos cuando caminaba por la calle o cuando iba en rishaw.

Dejaron de sorprenderme los cacheos de la policía a las puertas del metro, a todos y cada uno de los pasajeros, por supuesto, con dos entradas, uno para las mujeres, con un biombo discreto para que nadie las viera y con una mujer policía, y otro para los hombres, normalmente más grande y abierto. Un cacheo tan aleatorio que a veces duraba un segundo y lo hacían como a desgana y a veces me tenían un buen rato tocándome por todos lados. Luego llegaba el escáner de las bolsas y de las mochilas. Casi siempre lo pasaba rápido pero alguna vez hacían que abriera la riñonera donde casi todos los días transportaba la cámara de fotos, aunque en las paradas que más usaba se fueron acostumbrando y creo que ya me conocían y dejaron de pedir que lo hiciera. Tampoco me sorprendían las aglomeraciones, los empujones, el ir enlatados tantos que no se cerraban las puertas, como dejó de sorprenderme el hecho de que las mujeres tuvieran un vagón para ellas solas, ni cómo algunos hombres, sobre todo en las horas nocturnas, no hacen escrúpulos a ocupar algún espacio en los asientos de este vagón femenino.

Lo que sí que me sorprendía, e incluso más, me encantaba, es lo que veía por las ventanas. El metro en Delhi es en gran parte elevado y al aire libre. Aprovecha los enormes espacios abiertos para ahorrarse de hacer túneles y viajar como a una altura de unos dos o tres pisos. Esto hacía que la ciudad se viera desde una perspectiva distinta, los paseos, las avenidas, las luces de de coches que se mueven rápido o que se ven parados en medio de atascos, los edificios, casas y tiendas, los solares vacíos y construcciones en obras. Y, sobre todo, de lo que bien me acuerdo, de las enormes azoteas de Delhi.

India está llena de colores, que pincelan los eternos marrones y grises que cubre las casas, las calles y toda la tierra, pero en las azoteas las pinceladas se vuelven tremendas, de una intensidad que impacta. Son los colores de la gente, de la vida que se abre hacia el aire y que busca la luz de la mañana. Son los niños jugando al abierto sin tener que estar en la calle, sentados en corrillos o corriendo en los terrados, son las madres lavando a los niños desnudos a la vista de todos, son las ropas en los tendederos, los sarees, las sábanas, los velos con los que se cubren el pelo, los chales, los tocados, las mantas, las telas de brillo impactante, que ondean como banderas al viento agitándose mientras se secan. Son también los pantalones y faldas, la colorida ropa interior, los calcetines, las blusas, las camisetas blancas, los jerseys, los sujetadores, una explosiva apariencia que me inunda la vista y la mente y que me recuerda a otros tiempos y me hace pensar qué ridículos nos hemos hecho en Europa cuando existen ayuntamientos que prohíben tender a la calle esgrimiendo cuestión de decoro, como si esconder la colada, no poder mostrarla en público, hiciera de las ciudades un lugar más habitable. Qué miedos a ser naturales cosechamos en occidente, qué empobrecimiento de almas, qué decadencia de mentes.

Pero si hay algo interesante y digno de ser contado son esas estaciones, las que ocupan los lugares céntricos, que son en las que casi toda la gente sube o baja del metro. A veces, cuando tenía suerte, los que controlan esas estaciones hacían realmente su trabajo, y si se formaba jaleo tocaban el pito, gritaban algo y la multitud se respeta. Pero si no está, que es casi siempre, lo que ocurre es que la salida y entrada al vagón se convierte en una batalla sin cuartel en el que cada cual tiene que luchar para salir o entrar del mismo, a base de empujones, codazos, giros bruscos de cintura y golpes de pecho, porque los que entran empujan para poder entrar cuanto antes como si les fueran a quitar el sitio y no esperan a que los salen se vayan.  

jueves, 10 de marzo de 2011

Jet Lag

1 hora hasta el aeropuerto.
1/2 hora para que nos acepten las maletas (teníamos sobrepeso... en el equipaje de mano).
2 horas esperando el avión.
4,5 horas de vuelo hasta Barhain.
1/2 hora del control de pasaportes.
8,5 horas de espera en Barhain... hasta las 2 de la mañana (hora local).
7,5 horas de vuelo hasta Londres. Con una imbécil (y su marido) que:

  1. Entró en el avión en silla de ruedas.
  2. Nos hizo cambiar los asientos porque los nuestros tenían más espacio (había sufrido un accidente, la pobre...).
  3. Se peleó con las azafatas porque con su poca movilidad NO podía estar en la puerta de emergencia, hasta que la obligaron porque contravenía las normas internacionales y si no se cambiaba el avión no salía y nos pidieron que ocupáramos su asiento y el de su marido sólo al despegue y al aterrizaje.
  4. Estuvo TODO el viaje pidiendo: que si le daban galletas (a 3 azafatas, hasta que se la dieron), que si le daban más agua, que si le retiraban los platos, que cuándo venía el desayuno, que si ella era vegetariana, que ella era diabética ("oiga, señora, la comida diabética tiene pollo", "da igual, me lo como")...
  5. Eso sí, cuando le dio por mearse salió disparada de su asiento y, con su pierna accidentada, se saltó toda la fila que esperaba y se coló la primera.
  6. Y para rematar la faena, su marido nos echó toda su basura por debajo del asiento hasta que Elena se levantó y se la plantó en su plato.
  7. Por supuesto vinieron a recogerla en sillita de ruedas. Aunque tuvo que pedirlo 10 veces. O más.


1 hora en el metro de Londres.
6 horas esperando en la estación de Kings Cross, con frío, viento y nieve (bueno nieve no había, pero queda como poético).
3 horas de tren hasta Durham.
...y 10 minutos en taxi.

¿Resultado? Sueño, cansancio, jet lag... y recuerdos, muchos recuerdos.

jueves, 3 de marzo de 2011

Igual que una cabalgata


Igual que una cabalgata. Con sus trompetas y sus tambores y sus muchachos vestidos de colores. Con sus banderas y sus estandartes y sus caballos engalanados con ropas vistosas. Con sus ruidos y y con sus petardos y con sus cohetes y con sus triquitraques. Con sus carrozas tiradas por máquinas o en su defecto por bueyes. Con sus luces y su alegría y con la gente mirando. Con todo, menos con los reyes magos; en su defecto, dioses hinduista.

Es la cabalgata del día después del Shivaritra. Que me estaba preguntando yo que por qué la hacen justo el día después y luego pensé, “qué diantres, ¡si nosotros la hacemos el día de antes!”. Tan absurda como la de los reyes magos, tan llena de vida, de bailes, de música, de canto a la vida. Con niñas vestidas con túnicas, con hombres disfrazados de dioses, con Hanuman, y Ganesh, y con Ram, y con Parvati, y con otros muchos que no conozco. Y por supuesto, con Shiva, en 4 o 5 encarnaciones.

Con fruta en vez de caramelos. Y con arroz, y garbanzos, y con una cosa frita que se llama Butura. Y con camellos. Como los reyes magos.

¡Ah! Y con 2... ¡¡¡ELEFANTES!!! Que verlos ha sido alucinante. He estado mirándolos casi media hora. Luego se fueron andando y tuve que ponerme a seguirlos. Así, al lado de ellos, caminando con su ritmo lento. Con sus pieles arraigadas y sus enormes cabezas. Con sus ojos pequeños y sus enormes patas. Con sus cuidadores encima y con los niños mirando, como yo, sin quitarles la vista de encima. ¡Qué espectáculo más increíble! Cómo usan la trompa, cómo cogen las ramas y les quitan las hojas y las doblan y parten y se las llevan a la boca. Cómo caminan tranquilamente, serenos, suaves, ¡pero dan miedo! Pensar que esa montaña de músculos llenos de peso se pueda cabrear con alguien y echársele encima, que se confunda y se choque contra alguien sin darse cuenta, que caigas bajos sus patas y te aplaste... pero no, eso no pasa, el elefante no es tonto, es enorme, pero no tonto. Lo que es es maravilloso, mágico, especial.

Llevo en India más de dos meses y me falta apenas dos días. En todo este tiempo he visto de todo, suciedad, descuido, metros, trenes, autobuses, centros de yoga, teatros, bailarinas danzando, calles, más calles, gente y mucha más gente. He visto cosas preciosas y cosas que no me han gustado. He de decir, eso sí, que todo sumado aquí se está bien, que en India se puede vivir. Después del primer y brutal “shock”, que dura como una semana, entras en una dinámica en la que te sientes mejor, y al final te acostumbras y te gusta. Pero hoy, de verdad, hoy sí que me he enamorado. Esta India impredecible, incomprensible e impensable, con su sabiduría ancestral tatuada en su adn, con la tranquilidad de su gente y su falta de preocupación, con toda la suciedad y el caos y el descuido enorme, al final me ha enamorado. Y es que dos elefantes son mucho...

martes, 1 de marzo de 2011

Los templos de Durga y Shiva


La tarde se me hace agradable en el ocaso de este domingo. El día se va apagando y la noche reclama su sitio con sus luces de farolas parpadeantes y sus callejones oscuros. La templada humedad de esta India de seda, menta e incienso me relaja el cuerpo y la cabeza, y mi imaginación evoca aquellos atardeceres lejanos en los que la luz se diluía en mi ventana mientras olía los primeros azahares, merendaba magdalenas y leche y escuchaba el carrusel deportivo a través de una radio de pilas. Las brumas de mi memoria se entremezclan con una realidad tan distinta, tan radicalmente opuesta, que casi parece la misma.

Me acerco con prudencia al templo, como hago siempre que rondo por un sitio que no conozco. Dejo los zapatos fuera y observo inquieto unos muros pintados de un rojo tan fuerte que parecen coloreados con sangre, un color tan penetrante, tan radical, tan profundo, tan intensamente oscuro y a la vez tan brillante, que aunque no huelen a nada hacen que mi nariz imagine el olor a la plastilina con la que jugaba de chico. Durga, la diosa madre, divinidad de la tierra, fertilidad encarnada en una mujer de ocho brazos sanguinarios portadores de armas, espada, lanza, tridente, maza, arco y escudo y en otra una flor de loto, sentada sobre un león o un tigre, con su semblante sereno y sus ojos maquillados exageradamente de negro, belleza de hindú coqueta, se esconde probablemente debajo de una torre esbelta y de tejado serrado que veo crecer a la izquierda.

Miro a mi lado y veo que me he perdido de Elena. Siento la soledad que me crea el tumulto en el que estoy inmerso, una miríada de gente, hombres, mujeres y niños, personas de todas las clases, con ropas de cien colores, desde los marrones y grises de los pantalones estrechos y las camisas de rayas que suelen llevar los hombres, con sus chanclas casi roídas o sus zapatos viejos, a los sarees y las joyas doradas de la mayoría de mujeres, especialmente las mayores, o los vaqueros y suéteres modernamente estampados que visten las chicas jóvenes. La multitud me empuja y me arrastra y me agobia su presencia, me siento en río imparable que me lleva hasta la puerta de un segundo recinto de muros del mismo color de sangre, en cuya puerta se sientan varios vendedores de flores, con sus guirnaldas naranjas, con ramos blancos y verdes, con flores de loto abiertas y algunas más que no conozco.

Llego a esta segunda puerta y me paro a tomar un respiro. Observo el hormigueo de personas que incesantemente luchan por entrar y salir de ella, y me doy cuenta de nuevo que el hinduismo no tiene estándar ceremonial de ningún tipo y que cada uno hace lo que sabe o siente. La entrada en la que estoy es un ejemplo: los hay que se arrodillan y tocan el suelo con las dos manos, los hay que se encorvan un poco y se llevan la mano a la frente, los hay que se tiran al suelo y lo tocan con la testa unas cuantas veces, los hay que hacen una reverencia con las manos unidas en el pecho, los hay tocan la campana que cuelga de una viga alta, los hay que rezan oraciones en voz alta o en voz baja. Y los hay, como yo, que entran simplemente caminando.

El interior del recinto es el hormiguero por dentro. Varios cientos de personas, quizá lleguen a un par de miles, me marean con ese movimiento, con ese fluir de personas que como el agua de un río bajando por las montañas corre y no se para nunca. Observo desde un escalón alto cómo la marea se mueve y recuerdo la Semana Santa por el centro de Sevilla, recuerdo la feria, recuerdo conciertos, recuerdo las burbujas de los peroles de garbanzos y verduras. Casi empiezo a marearme ante la saturación sensitiva, los olores de sándalo y flores, los colores, los sonidos, el tacto de las paredes, el volumen de las cientos de voces cantando o hablando al unísono cada uno una cosa distinta, el retumbe de campanas que llegan desde todos los sitios y que suenan sin ritmo ninguno, la presencia de los cuerpos que chocan contra mí y me empujan en direcciones opuestas. Empiezo yo también a andar y veo pequeños templetes colocados en los laterales como los de las grandes iglesias. En cada uno, una figura, o dos, o varias, llenas de brazos, de flores, de ropas, de velas, de incienso humeante. Algunos están vacíos y en otros rezan personas haciendo gestos distintos y en ocasiones opuestos: las manos a la cabeza, las rodillas en el suelo, las manos unidas al pecho, reverencias y flexiones. No comprendo lo que dicen pero alguna palabra entiendo, padma, shiva, kali, bahkti, durga, bhujan, sirsa, shanti, recuerdos de los libros y de las clases de yoga. Alguna gente me mira con los ojos fijos en mi cara. Me sonríen con esa sonrisa que no sé si me están riendo por mi expresión confundida o si quieren que me acerquen para decirme alguna cosa o si van a pedirme dinero. Sobre todo me miran ésos que se sientan en corrillos, que observan pasar el tumulto con la seguridad que tiene quien está más que acostumbrado, probablemente brahamanes o célibes o mendigos de ésos que eligen vivir desprendidos de todos y que viven caminando y viajando por toda India.

Un giro me lleva a la entrada del gran torreón granate en cuyo interior está Durga. La fila de cuerpos aplastados unos contra los otros hace que no tenga ganas de ver qué se esconde al final de ella. Una cuerda separa a los hombres de las mujeres, no por deseo divino ni por dogma religioso sino porque así las mujeres pueden estar más tranquilas de los envites masculinos. Veo que Elena está en la fila. Lleva una flor de loto y tiene el semblante devoto, perdido, concentrada en lo que está viviendo, recordando las pujas que hacen antes y después de la danza, porque en la India todo lo que se hace en la vida tiene algo religioso. Miro desde un lateral cómo paso a paso se acerca a Durga y desde la distancia observo flores saltando sobre las cabezas de las personas, y me viene recuerdos de las azoteas y las terrazas de Triana derramando pétalos de rosas al paso de un palio de tantos. Me maravillo de cómo a 10.000 kilómetros de distancia las cosas son tan diferentes que en realidad son las mismas. De cómo no entendí el Bahkti Yoga hasta que no vi llorando a una mujer emocionada ante el paso de un Cristo en Semana Santa, de cómo la devoción pura, la emoción ante algo, aunque sea sencillamente un trozo de madera pintada, te vuelve mejor persona, te remueve el alma por dentro, de cómo la cacofonía de sensaciones e ideas explosivamente aglomeradas que se vive en esos momentos sorprendentemente te llevan al silencio más profundo, a la íntima conexión con la realidad invisible que ni se ve ni se entiende. De cómo eso que llamaba intelectualmente idolatría puede llegar a esconder una vía directa hacia el alma tan científica como incomprensible.

Baja el telón y cambia la escena. Me veo, ahora sí, también yo mismo, esperando en una fila que conduce hacia otro templo. Es de día, el sol reluce, el tiempo es casi veraniego. Frente a mí, el templo de Shiva, blanco de un mármol moderno, brillante en medio de un parque de césped y árboles verdes. La torre, alta y serrada, reluce como si fuera un faro, atrayendo a los devotos entre los que yo me encuentro. Os ahorro la casi una hora de camino pasito a pasito y os sumerjo directamente en el interior del recinto, fresco, pétreo, gris, duro, de marmóreo y retumbante eco, de paredes con inscripciones de un cierto poema épico que cuenta las andanzas de Rama, reencarnación del Dios Vishnu. Los olores son también duros como ecos en los muros, añadiendo al incienso y las flores una cierta frialdad de agua. Me doy cuenta que no me equivoco cuando se me abre la vista al recinto sagrado: la cola de gente rodea con expectación creciente la oscura figura del Lingam, el montículo de Shiva, un cilindro de cima redonda que se eleva desde una matriz rodeada por un riachuelo de agüilla blanca y lechosa, líquido que cae en hilillo desde una olla gigante hacia la punta del pene. El brahman que lo custodia recoge las ofrendas florares y hace un rito con ellas. El tumulto es insoportable mientras más me voy acercando, los empujones son fuertes, tengo que tirar de fuerza para no caerme allí mismo. Las mujeres son las más exaltadas y las niñas, las más animosas. Elena deja una flor y hace una reverencia llevándose las manos unidas al centro de su cabeza, y yo lucho por no abatirme y por seguir caminando. El alboroto es tremendo, la confusión, absoluta, los golpes, los empellones, las voces cantando u orando, las inflexiones de cuerpos, los colores, los olores, el agua y la leche cayendo, el río, la gente y el pene, todo se mezcla y retuerce, quiero salir de allí pero no quiero irme sin probar el agua, la gente pelea por tocarla y por llevársela a la boca, las mujeres que estaban al lado me toman la delantera, los codazos de las niñas me quitan del que era mi sitio, peleo por llegar al riachuelo y hacer lo mismo que ellos, lo consigo, toco el agua, me llevo un poco a la boca y el resto dejo que resbale por mi pelo. Y, de pronto, inesperado, veo por el rabillo del ojo que el Brahman coge una guirnalda y la lanza hacia el espacio, y acto seguido siento que cae justo en mi cabeza. La escena me paraliza y hace que por dos segundos quede quieto como un imbécil, preguntándome qué ha pasado, qué es lo que he hecho de bueno o de equivocado para tener el honor -¿o el estigma?- de llevar un collar de flores bendecido por el Dios Shiva.

Salgo por fin del recinto. Me digo “esto es un regalo, no entiendo de quién o por qué pero sin duda es un regalo” y me lo ajusto hacia el cuello. Sorprendentemente, me siento bien, sereno, tranquilo, relajado. Bahkti yoga, la devoción pura, la confusión porta a la calma, la confusión al orden irracionalmente científico.


jueves, 24 de febrero de 2011

La vieja que enseña yoga


Me cayó mal nada mas verla. Su aspecto occidental de señora mayor de piel blanca con arrugas, su pelo estropajoso como de alambres plateados, su nariz puntiaguda de bruja europea, su cuerpo delgadamente contorneado con los bultos de una edad madura, y su ropa, pantalón blanco limpísimo, suéter amarillo pollo y un chal rosa que le cubría los hombros, me decía mucho de ella. Sobre todo, que no me gustaba, que no era quien esperaba encontrarme.

Me tumbé sobre el aislante y la cabeza me hervía. “¿Quién es ésta? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué no está uno de esos de siempre, esos de casi mi edad, de los de piel marrón e inglés incomprensible, uno de esos que tiene ese porte indiferente de quien se sabe el yoga desde que era chico?”. Me sentía indignado, me irritaba que un blanco (en este caso, una blanca) ocupara el lugar de un hindú, que se creyera con derecho de robarles su arte, su cultura, su tesoro de conocimiento, la paz encarnada en la experiencia del yoga.

Empezó a hablar y me sentí confuso. Su inglés era impecable, probablemente perfecto, pero lo hablaba de una forma tan clara, tan académica casi, con esas consonantes finales tan limpiamente marcadas y esa ausencia de os cerradas y de entonación chiclosa que no me pareció ni inglesa ni americana ni por supuesto india. “¿De dónde vendrá esta arpía” me dije, “usurpadora de yoga?”.

Intenté relajarme un poco pero se me saturó el cerebro. Me imaginé, así, de pronto, su vida, escrita en su cuerpo, en su cara, en sus gestos, en en su piel maquillada de arrugas. La historia de una adolescenteee hippie en los años sesenta vestida con sus faldas largas y con camisas de flores que cambiaría el arco iris y los porros por el gris y las drogas duras de unos setenta en NY llenos dglamoururur y de arte obsceno, que adoptaría el new age pseudomísco de magia blanca y vestidos negros de los ochenta de Londres, que pasaría al activismo eco-alternativo-pacifista del coloreado diseño del Berlín de los noventa y que terminaría abrazando el yoga con la luz del nuevo milenio.

Empezamos el pranayama y no me gustó lo que dijo. Eso de que “disfrutad de la respiración” y “buscar la alegría del cuerpo” son cosas que no van conmigo, que rechazo, que detesto, que me parecen falacias de mentes que no han entendido el centro esencial de la ciencia del yoga, que imaginan un mundo de ensueño de armonía y cuerpos elásticos y que ignoran que la realidad de la práctica es la concentración, el silencio. “Tenéis que aprender a relajar los músculos de la cara” dijo con una sonrisa ridícula, rematando la faena, pero, un momento... en realidad... “ummmmm”, me dije, “igual casi tiene razón, da otra vida, es como respirar mejor”. “Intentad ahora hacer nadi sodhana sin las manos”, propuso a continuación, “concentraos en respirar por una fosa nasal cada vez, sin cerrarla con los dedos”, y “mira”, me sorprendí, de nuevo, “parece casi casi interesante”.

“Hace unas semanas estuve en un taller para profesores de yoga en Thailandia”, volvió a molestarme diciendo, con ese aire de prepotencia yo-voy-a-talleres-de-profesores-en-Thailandia-y-vosotros-no, “y el profesor”, continuó, “un médico naturópata, nos enseñó el siguiente truco: ponemos los talones juntos, separamos los dedos de los pies a noventa grados, luego alineamos los talones con los dedos y fijaos que se colocan bajo los hombros, obtenemos la postura perfecta para permanecer de pie”. Estupideces, chorradas, qué mal me cae esta víbora, y “vaya, pues tiene razón...”.

Empieza el saludo al sol, ejercicios para manipura chakra, pierna arriba, pierna abajo, abrazo a las rodillas dobladas. Llegamos a sirsasana, la posición invertida, me costó dos años hacerla, mantener el equilibrio apoyado sobre la cabeza, y, aunque la domino, no dejo de sentir cierto miedo de tener que caerme algún día. Oigo que se acerca despacio hacia donde estoy volteado.”Igual se atreve a corregirme” pienso para mis adentros, y, efectivamente, lo hace, me toca ligeramente las piernas y me empuja un poco las caderas, y me sorprendo que mi verticalidad mejora y que me siento más cómodo. Me da cierto reparo que pueda perder el equilibrio, y mientras lo pienso me da un vuelco el alma cuando me dice eso de “no tengas miedo que yo te sostengo”. “¿Pero cómo sabe lo que estoy pensando?” me pregunto a mí mismo. Noto su toque sutil, el liviano roce de sus dedos, un susurro, una brisa, y me siento que se me abre la mente y se me ilumina el cuerpo. Siento la sabiduría en sus manos, que me enseña con sólo tocarme, que me transmite su experiencia hablándome con su suave tacto, y me doy cuenta que me conoce, que sabe quién soy, que lo sabe porque ella ya estuvo aquí donde me encuentro yo, que sabe lo que estoy sintiendo porque ella lo sintió antes que yo, mis inquietudes, mis ansias, mis miedos y mi prepotencia.

Bajo al suelo y la clase prosigue como siempre prosiguen las clases, sarvangasana, halasana, bridge más chakrasana, pero ella me parece otra. Su voz me adquiere otro tono y la veo con otros ojos, dulce, simpática, sabia. Hacemos pascimottanasana, estiro rodillas, flexiono el tronco, las manos buscan los talones y cierro el cuerpo hacia mí mismo. Esta vez cuando se acerca no me importa que me corrija. Me toca los pies y los mueve y noto que se giran las piernas, las caderas se meten a dentro, las rodillas bajan hacia el suelo, coloca cada tendón y músculo en su sitio más precioso y siento una energía que me inunda y que mi cabeza se calma.

El cobra, el saltamontes, el arco, sigue la clase normal, pero cada vez que dice una cosa es como si un ángel hablara, como si destapara un tarro lleno de sabiduría que me llena de alegría y sosiego. Y si quedara alguna barrera, resulta que hacemos simhasana, mi posición preferida (por decirlo de alguna manera). Sentado con piernas cruzadas, espalda recta, mentón al pecho, manos sobre las rodillas, la posición del león se basa en el ESTALLIDO en menos de medio segundo: abrir los dedos-los ojos-la boca-sacar la lengua-echar todo el aire hacia fuera y rugir como lo hace un león. Lo hacemos varias veces y las risas saltan en el ambiente. Alegría, animación, entusiasmo, calma y paz y armonía absoluta.

Termina la clase y la veo bajar las escaleras y sentarse a hablar en la entrada con el indio de la recepción del centro. La veo con esa serenidad dibujada en sus facciones, con esa alegría natural, con esa espontaneidad de persona que sabe de memoria los secretos del cuerpo y la mente, que ha navegado por los océanos del dolor, de la alegría y del miedo, de la tormenta y la calma, y que se encuentra muy cerca del sitio en que están los maestros. Y quiero ser como ella, no con sus ideas o su historia o su vida sino con esa sabiduría franca y desenvuelta de persona que ha conseguido matar todos sus demonios y ser lo que ocurre en el momento. Salgo a la calle y la vida me parece una cosa distinta, sencilla, fácil, tranquila.  

viernes, 18 de febrero de 2011

Antes de empezar la performance...


La performance está a punto de empezar. El teatro está lleno, o casi, y es enorme, el más grande de cuantos haya visto hasta ayer en Delhi. Una señora vestida con un saree maravilloso que brilla entre el naranja y el rosa hace las presentaciones. Sobre un power point grotesco aparecen las frases y fotos que describen la compañía de danza, su historia, su guru, sus motivaciones y los bailes que hacen. El show va a comenzar en breve, se apagan las luces, se enciende la escena, pero antes, ¡un momento! Falta una cosa, un detalle, algo importante, algo sin lo cual no se empieza.

“Invitamos a Radja Padmaj” (el nombre me lo estoy inventando) “miembro del parlamento nacional a que suba al escenario y encienda el fuego ceremonial”. De las primeras filas se levanta la señora, mediana edad, aspecto solemne, con su saree de colores amarillo y verde. La acompaña otra mujer, más joven, que hace las veces de precursora y guía. Los aplausos se apagan mientras se paran enfrente de una vara alta cuanto una persona de color dorado, una columna retorcida y delgada que termina en seis brazos que sobresalen afuera. La mujer más joven coge unas cerillas y enciende un trozo de cartulina blanca. Se la pasa a la parlamentaria que, ceremoniosamente, con esa despreocupación ritual tan característica de India, enciende los seis brazos de la vara dorada. Al momento se desata un humo espeso hacia lo alto, una nube gris que se diluye en la altura del inmenso espacio del techo del teatro. La mujer más joven le coloca a la otra una especie de chal sobre los hombros, una escena que he visto multitud de veces y que ayuda a honrar a los que lo merecen. Y, ahora por fin, puede empezar la performance.

Entonces la cabeza me estalla. No puedo evitar pensar la imposibilidad de estas cosas en Europa. ¿Un miembro del parlamento honrado en un espectáculo de danza? ¿Unos aplausos para alguien que está en el debate político? ¿Un acto religioso -sí, religioso- llevado a cabo por una parlamentaria de un estado laico antes de comenzar una gala y sin la cual no se empieza? ¿Una humareda tremenda en un recinto cerrado, y además con la excusa de un ceremonial devoto? ¿Una danza -la que vendrá en seguida- en honor al dios Shiva y a su esposa Parvati que será continuado por unos derviches turcos girando sobre sí mismos celebrando 800 años de amor a Dios en el marco de un festival donde se han visto flamenco, ballet ruso y baile moderno?

Me sorprendo de nosotros mismos, y me refiero a Occidente. Nos creemos con derecho a juzgar a los otros -a esos que llamamos “tercer mundo”-, a darles lecciones de progreso, de derechos y de democracia, cuando no somos conscientes -o no queremos serlo- de nuestras propias medianías, de nuestra vulgaridad tremenda, de nuestra decadencia continua y de todas nuestras contradicciones.

Aquí la religión es sagrada porque es parte de la vida misma. Aquí no te juzgan si eres de una parte o de la otra. Aquí las tensiones y miedos se diluyen en la cotidianidad diaria. Occidente tiene miedo a todo. India, ni siquiera lo piensa.

jueves, 10 de febrero de 2011

La casa en la que vivo


La casa en la que vivo es un apartamentito compuesto por: un cuarto. Repasemos: cuartos, uno. Ya.
Un único cuarto. Ésa es mi casa.

El único cuarto que compone mi casa contiene todo lo necesario para vivir: una cama enorme, un armario empotrado, una mesita de noche, una estantería empotrada, una especie de zapatero también empotrado y una mesa y dos sillas. Menos las sillas, que son de plástico, el resto es de madera. Una madera vieja, fina y barata, de tablones antiguos pero que resisten, y de color caoba, auque la única caoba que se nota que han conocido es la pintura con la que están pintadas. Las sillas son de básico plástico blanco, como las que usamos nosotros en jardines y balcones. Además hay un ventilador, de esos que cuelgan del techo, y un moderno aire acondicionado, que creo jamás encenderé porque me iré de este país antes de que resulte imprescindible.

El cuarto tiene dos puertas. Una da a un balcón que a su vez da a la calle, una calle ruidosa en la que siempre hay pitidos, coches, motos y gente pasando; la otra da a un patio interior. El patio interior tiene: dos cuartos de baño, una cocina, otro cuarto que se le llama cocina porque tiene el frigorífico, y tres habitaciones más. En una vive mi “compañero de piso”, un indio bajito que tendrá como mi edad y que es bastante callado aunque parece simpático. En las otras dos no vive nadie.
El patio tiene una escalera, porque está en un tercer piso. La escalera baja al segundo, y de éste se baja al primero, es decir, a la planta baja. El segundo se configura de una forma parecida a la planta en la que está mi cuarto y que yo sepa en él sólo vive una persona, un danés muy jovenzuelo que está como haciendo una práctica en cooperación o algo así. Elena dice que le dijo que no le gusta la India, casi que odia estar en este país, que ya me dirán cómo se puede cooperar con un país en el que no estás a gusto. Y, la verdad, no le he visto sonreír mucho, aunque en realidad me cae bien.

En la planta baja viven los dueños. El dueño es un señor simpático, delgado y digamos que alto, de edad como 60 años, de piel marrón y arrugada. Viste siempre pantalones marrones y oscila entre un par de jerseys distintos, uno gris bastante gastado y otro de rayas rojos y negras que no se ve mucho más nuevo. Cuando hacía más frío se le veía normalmente con una bufanda gris con la que se enrolla el cuello, ahora que ya hace menos sólo la usa por las noches. Su inglés es decente y amable y cuando me ve siempre me dice alguna cosa. Que qué buen día hace, que si me gusta la India, que cómo me va en el trabajo, que qué día más soleado, que qué es lo que de desayuno. Creo que le gusta hablar, conmigo y con casi todos, pero entre nosotros de occidente y la gente de aquí, de oriente, hay como un fino velo que no se consigue quitar, y la comunicación, de verdad, es difícil, así que al final tras dos o tres frases terminamos por no decir nada. Se lleva el día entero en casa, parece que está retirado, y por la pinta que gasta diría que es una persona culta que hasta hace no mucho tiempo trabajó en algún sitio importante con algún tipo de cargo medio.

La dueña es una señora gordita de un poco menos de edad. Viste siempre falda larga y un jersey entre celeste y gris perla, camina un poco pesada pero no se mueve mal. Tiene pinta de mandona y de más lista que el hambre pero es amable y abierta, campechana y educada. Nunca está por las mañanas, dice Elena que trabaja en una embajada o algo así y tiene todo el aspecto de que es la que sin estar nunca en casa en realidad lo controla todo.

En la casa tengo derecho a usar la cocina y un baño. Al menos, así es en teoría, porque en la práctica puedo hacer casi lo que me venga en gana. Las maletas las tengo en un cuarto de los dos en los que no vive nadie. Las cosas de comer las dejo en el frigorífico de la otra cocina. El baño se estropeó unos días y usé el de mi compañero. Y, bueno, de la cocina de la planta de en medio a veces me he apropiado de un par de utensilios que no tenía. En realidad en la India lo mejor es hacer lo que quieras y si van y te dicen algo te haces un poco el tonto, que no lo sabía, que no entendí bien, que hay que ver qué cosas tengo y al final no pasa nada.

La cocina es bastante simple. Dos hornillas de gas de bombona, un fregadero muy usado, una colección de platos, vasos, tazas y cubiertos de plástico y metal sencillo, un par de muebles para guardar cosas y una encimera, todo enclaustrado en un cuarto en el que apenas caben dos personas. Las hornillas están sobre la encimera, así, sólo encima, y si las empujas, se mueven, dejándome una impresión como de un camping gas muy grande.

El baño es más espacioso, como el doble de la cocina, con el váter, el lavabo y la ducha (eso sí, sin pie de ducha), y el agua caliente sale de un repiente exterior que se enciende con un interruptor. El agua caliente cuesta, es decir, la corriente eléctrica, así que tenemos cuidado de nunca dejarlo encendido cuando no nos hace falta.

La casa, así, en general, da una impresión de antiguo, de casa realmente vieja, de aquel patio de vecino en el que vivirían mis abuelos antes que naciera mi padre, de esas casas de verano de las que había antiguamente cuando la casa de playa era una cosa cutre donde familias enteras de tíos, primos, hermanos y el amiguete de alguno pasaba los meses estivos, y no esos apartamentos pequeños pero modernos que se compra hoy en ía mucha gente para huír el fin de semana, la Semana Santa y la feria.

Una casa normal y corriente como cualquiera en la India, con algunos toques de lujo (frigorífico, aire acondicionado, internet, aunque a veces se vaya). Una casa limpia y decente donde se vive de maravilla. Y, además, con 25 grados y rodeado de ardillas, gatitos, cuervos, palomas y otros pajaritos, perros y algún que otro mono... ¡a veces parece el paraíso!