martes, 15 de marzo de 2011

Viajar por el metro de Delhi

Ya sólo me quedan recuerdos, pero es como si fueran ahora. El metro de Delhi, por poner un ejemplo.

El metro de Delhi es limpio, al menos, para ser de India. Tiene esa fina neblilla y ese polvillo en el suelo que indica que se está en la India. El pavimento es opaco y no brilla, las ventanas son más bien translúcidas, las paredes se ven usadas a pesar de tener pocos años (en algunos casos sólo meses) y tiene en general ese aspecto de austeridad y descuido, como de algo hecho a retazos, de cosa sin terminar del todo que es lo que en realidad aparenta casi todo lo que hay en la India. Pero lo que más sorprende es que el metro no huele a metro.

Cuando uno entra en un metro lo primero que percibe es que está entrando en un metro por los olores que llegan: esos efluvios tan típicos a humanidad comprimida mezclados con grasa de máquina y estructuras de metal chirriante, olores de calor humano y de frialdad de ingeniería. Sin embargo, el metro de Delhi a lo que huele es a India, y de hecho no hay mucha diferencia entre el perfume en la calle y los aromas de dentro, que son siempre los mismos, esa mezcla de polvo seco y humedad de menta fresca.

En lo que sí se parece el metro de Delhi a cualquier otro metro de cualquier otra ciudad del mundo es que cuando te montas te encuentras un escaparate de lo que hay en el sitio. Para mí es fascinante, y en Delhi más todavía porque hay gente tan distinta, entre sí y a lo que estoy acostumbrado, que parece casi imposible que estén todos aquí tan juntos. Los hay que se ven bien situados, con sus teléfonos nuevos y sus ropas de marcas caras. Cierto, no es como en Londres, donde todos tienen iPhone, o HTC en su defecto, pero sí que hay muchos con nokias o blackberrys de los buenos. Los hay con pinta de informáticos, con sus bolsas o sus mochilas en la que parece que llevan ordenadores portátiles, con camisas de rallas claras y bolígrafos en los bolsillos. Los hay que tienen aspecto de ser de tener menos dinero, cosa que se denota por llevar pantalones más usados y más viejos, que por alguna razón que no entiendo muchos son de los de campana, ajustados a la cintura, estrechos casi toda la pierna y más amplios en los tobillos, y con camisas ajustadas estilo años sesenta. Hay mujeres de cierta casta que no he sabido cuál era que tienen la piel más oscura que el resto y me da que son más bien pobres pero que visten unos sarees de unos colores que impactan, brillantes y maravillosos, quizá no caros pero sí buenos, que se ponen joyas doradas en la nariz y en las orejas y tobilleras brillantes llenas de piedrecitas, que se pintan con un esmero y se arreglan con una gracia que las jóvenes van preciosas y hasta las viejas son guapas. Hay un grupo de mujeres, especialmente adolescentes, que visten más informal con pantalones de chándal o con mallas ajustadas, con camisas estampadas o camisetas anchas, y hay mujeres elegantes con vestidos bastante caros, pero en lo que todas coinciden es que ninguna va con escote ni con cosas ajustadas, quizá por cierto pudor implícito o simplemente para que no las miren, porque aquí los hombres miran. Hay otro grupo de gente, hombres en su mayoría, a los que sí se ve pobres y se ve que no usan mucho el metro porque se confunden siempre, se lían al buscar la línea, no saben meter el billete, no esperan a que se abran los tornos y cuando entran sonríen con esa cara de tontos que tienen los niños chicos cuando entran en un sitio nuevo. Me impactan los varones sikh, una religión que entremezcla las creencias musulmanas con la tradición hinduista, y que son esos hombres tan típicos que se cubren la cabeza con un turbante muy grande, casi siempre muy bien hecho, de color más bien oscuro, como remangado en la frente, o que llevan como un pañuelo ajustado en la cabeza con un gurruño en el centro con un moño de pelos largos, originarios de una región que se llama Punjab pero que en Delhi, que está justo al lado, son una cantidad enorme.


Otra cosa interesante es cómo la gente me mira. La mayoría me ignora, hacen como si no estuvieran, con ese pasotismo tan indio de que eres parte del ambiente como lo es el aire del cielo, tan trasparente que ocurre que parece que no estuviera. Una minoría se sorprende cuando me veía en el metro, y parecen tan simples e ingenuos que se me quedaban mirando con los ojos clavados en mi cara sin ningún tipo de vergüenza, como lo hacen los niños cuando ven algo que no entienden, como la gente de pueblo cuando llega un forastero. Son miradas de ojos blancos en contraste con la piel oscura, con iris también marrones y pupilas pequeñas y negras. Son miradas de ojos abiertos que delatan extrañeza, pero una extrañeza limpia, espontánea e sin malicia. Me hubieran mirado por horas, si los viajes duraran tanto, y cuando yo los miraba casi ninguno apartaba la mirada, nada desafiante, sencillamente, mirando. Como, por cierto, hacían algunos cuando caminaba por la calle o cuando iba en rishaw.

Dejaron de sorprenderme los cacheos de la policía a las puertas del metro, a todos y cada uno de los pasajeros, por supuesto, con dos entradas, uno para las mujeres, con un biombo discreto para que nadie las viera y con una mujer policía, y otro para los hombres, normalmente más grande y abierto. Un cacheo tan aleatorio que a veces duraba un segundo y lo hacían como a desgana y a veces me tenían un buen rato tocándome por todos lados. Luego llegaba el escáner de las bolsas y de las mochilas. Casi siempre lo pasaba rápido pero alguna vez hacían que abriera la riñonera donde casi todos los días transportaba la cámara de fotos, aunque en las paradas que más usaba se fueron acostumbrando y creo que ya me conocían y dejaron de pedir que lo hiciera. Tampoco me sorprendían las aglomeraciones, los empujones, el ir enlatados tantos que no se cerraban las puertas, como dejó de sorprenderme el hecho de que las mujeres tuvieran un vagón para ellas solas, ni cómo algunos hombres, sobre todo en las horas nocturnas, no hacen escrúpulos a ocupar algún espacio en los asientos de este vagón femenino.

Lo que sí que me sorprendía, e incluso más, me encantaba, es lo que veía por las ventanas. El metro en Delhi es en gran parte elevado y al aire libre. Aprovecha los enormes espacios abiertos para ahorrarse de hacer túneles y viajar como a una altura de unos dos o tres pisos. Esto hacía que la ciudad se viera desde una perspectiva distinta, los paseos, las avenidas, las luces de de coches que se mueven rápido o que se ven parados en medio de atascos, los edificios, casas y tiendas, los solares vacíos y construcciones en obras. Y, sobre todo, de lo que bien me acuerdo, de las enormes azoteas de Delhi.

India está llena de colores, que pincelan los eternos marrones y grises que cubre las casas, las calles y toda la tierra, pero en las azoteas las pinceladas se vuelven tremendas, de una intensidad que impacta. Son los colores de la gente, de la vida que se abre hacia el aire y que busca la luz de la mañana. Son los niños jugando al abierto sin tener que estar en la calle, sentados en corrillos o corriendo en los terrados, son las madres lavando a los niños desnudos a la vista de todos, son las ropas en los tendederos, los sarees, las sábanas, los velos con los que se cubren el pelo, los chales, los tocados, las mantas, las telas de brillo impactante, que ondean como banderas al viento agitándose mientras se secan. Son también los pantalones y faldas, la colorida ropa interior, los calcetines, las blusas, las camisetas blancas, los jerseys, los sujetadores, una explosiva apariencia que me inunda la vista y la mente y que me recuerda a otros tiempos y me hace pensar qué ridículos nos hemos hecho en Europa cuando existen ayuntamientos que prohíben tender a la calle esgrimiendo cuestión de decoro, como si esconder la colada, no poder mostrarla en público, hiciera de las ciudades un lugar más habitable. Qué miedos a ser naturales cosechamos en occidente, qué empobrecimiento de almas, qué decadencia de mentes.

Pero si hay algo interesante y digno de ser contado son esas estaciones, las que ocupan los lugares céntricos, que son en las que casi toda la gente sube o baja del metro. A veces, cuando tenía suerte, los que controlan esas estaciones hacían realmente su trabajo, y si se formaba jaleo tocaban el pito, gritaban algo y la multitud se respeta. Pero si no está, que es casi siempre, lo que ocurre es que la salida y entrada al vagón se convierte en una batalla sin cuartel en el que cada cual tiene que luchar para salir o entrar del mismo, a base de empujones, codazos, giros bruscos de cintura y golpes de pecho, porque los que entran empujan para poder entrar cuanto antes como si les fueran a quitar el sitio y no esperan a que los salen se vayan.  

jueves, 10 de marzo de 2011

Jet Lag

1 hora hasta el aeropuerto.
1/2 hora para que nos acepten las maletas (teníamos sobrepeso... en el equipaje de mano).
2 horas esperando el avión.
4,5 horas de vuelo hasta Barhain.
1/2 hora del control de pasaportes.
8,5 horas de espera en Barhain... hasta las 2 de la mañana (hora local).
7,5 horas de vuelo hasta Londres. Con una imbécil (y su marido) que:

  1. Entró en el avión en silla de ruedas.
  2. Nos hizo cambiar los asientos porque los nuestros tenían más espacio (había sufrido un accidente, la pobre...).
  3. Se peleó con las azafatas porque con su poca movilidad NO podía estar en la puerta de emergencia, hasta que la obligaron porque contravenía las normas internacionales y si no se cambiaba el avión no salía y nos pidieron que ocupáramos su asiento y el de su marido sólo al despegue y al aterrizaje.
  4. Estuvo TODO el viaje pidiendo: que si le daban galletas (a 3 azafatas, hasta que se la dieron), que si le daban más agua, que si le retiraban los platos, que cuándo venía el desayuno, que si ella era vegetariana, que ella era diabética ("oiga, señora, la comida diabética tiene pollo", "da igual, me lo como")...
  5. Eso sí, cuando le dio por mearse salió disparada de su asiento y, con su pierna accidentada, se saltó toda la fila que esperaba y se coló la primera.
  6. Y para rematar la faena, su marido nos echó toda su basura por debajo del asiento hasta que Elena se levantó y se la plantó en su plato.
  7. Por supuesto vinieron a recogerla en sillita de ruedas. Aunque tuvo que pedirlo 10 veces. O más.


1 hora en el metro de Londres.
6 horas esperando en la estación de Kings Cross, con frío, viento y nieve (bueno nieve no había, pero queda como poético).
3 horas de tren hasta Durham.
...y 10 minutos en taxi.

¿Resultado? Sueño, cansancio, jet lag... y recuerdos, muchos recuerdos.

jueves, 3 de marzo de 2011

Igual que una cabalgata


Igual que una cabalgata. Con sus trompetas y sus tambores y sus muchachos vestidos de colores. Con sus banderas y sus estandartes y sus caballos engalanados con ropas vistosas. Con sus ruidos y y con sus petardos y con sus cohetes y con sus triquitraques. Con sus carrozas tiradas por máquinas o en su defecto por bueyes. Con sus luces y su alegría y con la gente mirando. Con todo, menos con los reyes magos; en su defecto, dioses hinduista.

Es la cabalgata del día después del Shivaritra. Que me estaba preguntando yo que por qué la hacen justo el día después y luego pensé, “qué diantres, ¡si nosotros la hacemos el día de antes!”. Tan absurda como la de los reyes magos, tan llena de vida, de bailes, de música, de canto a la vida. Con niñas vestidas con túnicas, con hombres disfrazados de dioses, con Hanuman, y Ganesh, y con Ram, y con Parvati, y con otros muchos que no conozco. Y por supuesto, con Shiva, en 4 o 5 encarnaciones.

Con fruta en vez de caramelos. Y con arroz, y garbanzos, y con una cosa frita que se llama Butura. Y con camellos. Como los reyes magos.

¡Ah! Y con 2... ¡¡¡ELEFANTES!!! Que verlos ha sido alucinante. He estado mirándolos casi media hora. Luego se fueron andando y tuve que ponerme a seguirlos. Así, al lado de ellos, caminando con su ritmo lento. Con sus pieles arraigadas y sus enormes cabezas. Con sus ojos pequeños y sus enormes patas. Con sus cuidadores encima y con los niños mirando, como yo, sin quitarles la vista de encima. ¡Qué espectáculo más increíble! Cómo usan la trompa, cómo cogen las ramas y les quitan las hojas y las doblan y parten y se las llevan a la boca. Cómo caminan tranquilamente, serenos, suaves, ¡pero dan miedo! Pensar que esa montaña de músculos llenos de peso se pueda cabrear con alguien y echársele encima, que se confunda y se choque contra alguien sin darse cuenta, que caigas bajos sus patas y te aplaste... pero no, eso no pasa, el elefante no es tonto, es enorme, pero no tonto. Lo que es es maravilloso, mágico, especial.

Llevo en India más de dos meses y me falta apenas dos días. En todo este tiempo he visto de todo, suciedad, descuido, metros, trenes, autobuses, centros de yoga, teatros, bailarinas danzando, calles, más calles, gente y mucha más gente. He visto cosas preciosas y cosas que no me han gustado. He de decir, eso sí, que todo sumado aquí se está bien, que en India se puede vivir. Después del primer y brutal “shock”, que dura como una semana, entras en una dinámica en la que te sientes mejor, y al final te acostumbras y te gusta. Pero hoy, de verdad, hoy sí que me he enamorado. Esta India impredecible, incomprensible e impensable, con su sabiduría ancestral tatuada en su adn, con la tranquilidad de su gente y su falta de preocupación, con toda la suciedad y el caos y el descuido enorme, al final me ha enamorado. Y es que dos elefantes son mucho...

martes, 1 de marzo de 2011

Los templos de Durga y Shiva


La tarde se me hace agradable en el ocaso de este domingo. El día se va apagando y la noche reclama su sitio con sus luces de farolas parpadeantes y sus callejones oscuros. La templada humedad de esta India de seda, menta e incienso me relaja el cuerpo y la cabeza, y mi imaginación evoca aquellos atardeceres lejanos en los que la luz se diluía en mi ventana mientras olía los primeros azahares, merendaba magdalenas y leche y escuchaba el carrusel deportivo a través de una radio de pilas. Las brumas de mi memoria se entremezclan con una realidad tan distinta, tan radicalmente opuesta, que casi parece la misma.

Me acerco con prudencia al templo, como hago siempre que rondo por un sitio que no conozco. Dejo los zapatos fuera y observo inquieto unos muros pintados de un rojo tan fuerte que parecen coloreados con sangre, un color tan penetrante, tan radical, tan profundo, tan intensamente oscuro y a la vez tan brillante, que aunque no huelen a nada hacen que mi nariz imagine el olor a la plastilina con la que jugaba de chico. Durga, la diosa madre, divinidad de la tierra, fertilidad encarnada en una mujer de ocho brazos sanguinarios portadores de armas, espada, lanza, tridente, maza, arco y escudo y en otra una flor de loto, sentada sobre un león o un tigre, con su semblante sereno y sus ojos maquillados exageradamente de negro, belleza de hindú coqueta, se esconde probablemente debajo de una torre esbelta y de tejado serrado que veo crecer a la izquierda.

Miro a mi lado y veo que me he perdido de Elena. Siento la soledad que me crea el tumulto en el que estoy inmerso, una miríada de gente, hombres, mujeres y niños, personas de todas las clases, con ropas de cien colores, desde los marrones y grises de los pantalones estrechos y las camisas de rayas que suelen llevar los hombres, con sus chanclas casi roídas o sus zapatos viejos, a los sarees y las joyas doradas de la mayoría de mujeres, especialmente las mayores, o los vaqueros y suéteres modernamente estampados que visten las chicas jóvenes. La multitud me empuja y me arrastra y me agobia su presencia, me siento en río imparable que me lleva hasta la puerta de un segundo recinto de muros del mismo color de sangre, en cuya puerta se sientan varios vendedores de flores, con sus guirnaldas naranjas, con ramos blancos y verdes, con flores de loto abiertas y algunas más que no conozco.

Llego a esta segunda puerta y me paro a tomar un respiro. Observo el hormigueo de personas que incesantemente luchan por entrar y salir de ella, y me doy cuenta de nuevo que el hinduismo no tiene estándar ceremonial de ningún tipo y que cada uno hace lo que sabe o siente. La entrada en la que estoy es un ejemplo: los hay que se arrodillan y tocan el suelo con las dos manos, los hay que se encorvan un poco y se llevan la mano a la frente, los hay que se tiran al suelo y lo tocan con la testa unas cuantas veces, los hay que hacen una reverencia con las manos unidas en el pecho, los hay tocan la campana que cuelga de una viga alta, los hay que rezan oraciones en voz alta o en voz baja. Y los hay, como yo, que entran simplemente caminando.

El interior del recinto es el hormiguero por dentro. Varios cientos de personas, quizá lleguen a un par de miles, me marean con ese movimiento, con ese fluir de personas que como el agua de un río bajando por las montañas corre y no se para nunca. Observo desde un escalón alto cómo la marea se mueve y recuerdo la Semana Santa por el centro de Sevilla, recuerdo la feria, recuerdo conciertos, recuerdo las burbujas de los peroles de garbanzos y verduras. Casi empiezo a marearme ante la saturación sensitiva, los olores de sándalo y flores, los colores, los sonidos, el tacto de las paredes, el volumen de las cientos de voces cantando o hablando al unísono cada uno una cosa distinta, el retumbe de campanas que llegan desde todos los sitios y que suenan sin ritmo ninguno, la presencia de los cuerpos que chocan contra mí y me empujan en direcciones opuestas. Empiezo yo también a andar y veo pequeños templetes colocados en los laterales como los de las grandes iglesias. En cada uno, una figura, o dos, o varias, llenas de brazos, de flores, de ropas, de velas, de incienso humeante. Algunos están vacíos y en otros rezan personas haciendo gestos distintos y en ocasiones opuestos: las manos a la cabeza, las rodillas en el suelo, las manos unidas al pecho, reverencias y flexiones. No comprendo lo que dicen pero alguna palabra entiendo, padma, shiva, kali, bahkti, durga, bhujan, sirsa, shanti, recuerdos de los libros y de las clases de yoga. Alguna gente me mira con los ojos fijos en mi cara. Me sonríen con esa sonrisa que no sé si me están riendo por mi expresión confundida o si quieren que me acerquen para decirme alguna cosa o si van a pedirme dinero. Sobre todo me miran ésos que se sientan en corrillos, que observan pasar el tumulto con la seguridad que tiene quien está más que acostumbrado, probablemente brahamanes o célibes o mendigos de ésos que eligen vivir desprendidos de todos y que viven caminando y viajando por toda India.

Un giro me lleva a la entrada del gran torreón granate en cuyo interior está Durga. La fila de cuerpos aplastados unos contra los otros hace que no tenga ganas de ver qué se esconde al final de ella. Una cuerda separa a los hombres de las mujeres, no por deseo divino ni por dogma religioso sino porque así las mujeres pueden estar más tranquilas de los envites masculinos. Veo que Elena está en la fila. Lleva una flor de loto y tiene el semblante devoto, perdido, concentrada en lo que está viviendo, recordando las pujas que hacen antes y después de la danza, porque en la India todo lo que se hace en la vida tiene algo religioso. Miro desde un lateral cómo paso a paso se acerca a Durga y desde la distancia observo flores saltando sobre las cabezas de las personas, y me viene recuerdos de las azoteas y las terrazas de Triana derramando pétalos de rosas al paso de un palio de tantos. Me maravillo de cómo a 10.000 kilómetros de distancia las cosas son tan diferentes que en realidad son las mismas. De cómo no entendí el Bahkti Yoga hasta que no vi llorando a una mujer emocionada ante el paso de un Cristo en Semana Santa, de cómo la devoción pura, la emoción ante algo, aunque sea sencillamente un trozo de madera pintada, te vuelve mejor persona, te remueve el alma por dentro, de cómo la cacofonía de sensaciones e ideas explosivamente aglomeradas que se vive en esos momentos sorprendentemente te llevan al silencio más profundo, a la íntima conexión con la realidad invisible que ni se ve ni se entiende. De cómo eso que llamaba intelectualmente idolatría puede llegar a esconder una vía directa hacia el alma tan científica como incomprensible.

Baja el telón y cambia la escena. Me veo, ahora sí, también yo mismo, esperando en una fila que conduce hacia otro templo. Es de día, el sol reluce, el tiempo es casi veraniego. Frente a mí, el templo de Shiva, blanco de un mármol moderno, brillante en medio de un parque de césped y árboles verdes. La torre, alta y serrada, reluce como si fuera un faro, atrayendo a los devotos entre los que yo me encuentro. Os ahorro la casi una hora de camino pasito a pasito y os sumerjo directamente en el interior del recinto, fresco, pétreo, gris, duro, de marmóreo y retumbante eco, de paredes con inscripciones de un cierto poema épico que cuenta las andanzas de Rama, reencarnación del Dios Vishnu. Los olores son también duros como ecos en los muros, añadiendo al incienso y las flores una cierta frialdad de agua. Me doy cuenta que no me equivoco cuando se me abre la vista al recinto sagrado: la cola de gente rodea con expectación creciente la oscura figura del Lingam, el montículo de Shiva, un cilindro de cima redonda que se eleva desde una matriz rodeada por un riachuelo de agüilla blanca y lechosa, líquido que cae en hilillo desde una olla gigante hacia la punta del pene. El brahman que lo custodia recoge las ofrendas florares y hace un rito con ellas. El tumulto es insoportable mientras más me voy acercando, los empujones son fuertes, tengo que tirar de fuerza para no caerme allí mismo. Las mujeres son las más exaltadas y las niñas, las más animosas. Elena deja una flor y hace una reverencia llevándose las manos unidas al centro de su cabeza, y yo lucho por no abatirme y por seguir caminando. El alboroto es tremendo, la confusión, absoluta, los golpes, los empellones, las voces cantando u orando, las inflexiones de cuerpos, los colores, los olores, el agua y la leche cayendo, el río, la gente y el pene, todo se mezcla y retuerce, quiero salir de allí pero no quiero irme sin probar el agua, la gente pelea por tocarla y por llevársela a la boca, las mujeres que estaban al lado me toman la delantera, los codazos de las niñas me quitan del que era mi sitio, peleo por llegar al riachuelo y hacer lo mismo que ellos, lo consigo, toco el agua, me llevo un poco a la boca y el resto dejo que resbale por mi pelo. Y, de pronto, inesperado, veo por el rabillo del ojo que el Brahman coge una guirnalda y la lanza hacia el espacio, y acto seguido siento que cae justo en mi cabeza. La escena me paraliza y hace que por dos segundos quede quieto como un imbécil, preguntándome qué ha pasado, qué es lo que he hecho de bueno o de equivocado para tener el honor -¿o el estigma?- de llevar un collar de flores bendecido por el Dios Shiva.

Salgo por fin del recinto. Me digo “esto es un regalo, no entiendo de quién o por qué pero sin duda es un regalo” y me lo ajusto hacia el cuello. Sorprendentemente, me siento bien, sereno, tranquilo, relajado. Bahkti yoga, la devoción pura, la confusión porta a la calma, la confusión al orden irracionalmente científico.