martes, 1 de marzo de 2011

Los templos de Durga y Shiva


La tarde se me hace agradable en el ocaso de este domingo. El día se va apagando y la noche reclama su sitio con sus luces de farolas parpadeantes y sus callejones oscuros. La templada humedad de esta India de seda, menta e incienso me relaja el cuerpo y la cabeza, y mi imaginación evoca aquellos atardeceres lejanos en los que la luz se diluía en mi ventana mientras olía los primeros azahares, merendaba magdalenas y leche y escuchaba el carrusel deportivo a través de una radio de pilas. Las brumas de mi memoria se entremezclan con una realidad tan distinta, tan radicalmente opuesta, que casi parece la misma.

Me acerco con prudencia al templo, como hago siempre que rondo por un sitio que no conozco. Dejo los zapatos fuera y observo inquieto unos muros pintados de un rojo tan fuerte que parecen coloreados con sangre, un color tan penetrante, tan radical, tan profundo, tan intensamente oscuro y a la vez tan brillante, que aunque no huelen a nada hacen que mi nariz imagine el olor a la plastilina con la que jugaba de chico. Durga, la diosa madre, divinidad de la tierra, fertilidad encarnada en una mujer de ocho brazos sanguinarios portadores de armas, espada, lanza, tridente, maza, arco y escudo y en otra una flor de loto, sentada sobre un león o un tigre, con su semblante sereno y sus ojos maquillados exageradamente de negro, belleza de hindú coqueta, se esconde probablemente debajo de una torre esbelta y de tejado serrado que veo crecer a la izquierda.

Miro a mi lado y veo que me he perdido de Elena. Siento la soledad que me crea el tumulto en el que estoy inmerso, una miríada de gente, hombres, mujeres y niños, personas de todas las clases, con ropas de cien colores, desde los marrones y grises de los pantalones estrechos y las camisas de rayas que suelen llevar los hombres, con sus chanclas casi roídas o sus zapatos viejos, a los sarees y las joyas doradas de la mayoría de mujeres, especialmente las mayores, o los vaqueros y suéteres modernamente estampados que visten las chicas jóvenes. La multitud me empuja y me arrastra y me agobia su presencia, me siento en río imparable que me lleva hasta la puerta de un segundo recinto de muros del mismo color de sangre, en cuya puerta se sientan varios vendedores de flores, con sus guirnaldas naranjas, con ramos blancos y verdes, con flores de loto abiertas y algunas más que no conozco.

Llego a esta segunda puerta y me paro a tomar un respiro. Observo el hormigueo de personas que incesantemente luchan por entrar y salir de ella, y me doy cuenta de nuevo que el hinduismo no tiene estándar ceremonial de ningún tipo y que cada uno hace lo que sabe o siente. La entrada en la que estoy es un ejemplo: los hay que se arrodillan y tocan el suelo con las dos manos, los hay que se encorvan un poco y se llevan la mano a la frente, los hay que se tiran al suelo y lo tocan con la testa unas cuantas veces, los hay que hacen una reverencia con las manos unidas en el pecho, los hay tocan la campana que cuelga de una viga alta, los hay que rezan oraciones en voz alta o en voz baja. Y los hay, como yo, que entran simplemente caminando.

El interior del recinto es el hormiguero por dentro. Varios cientos de personas, quizá lleguen a un par de miles, me marean con ese movimiento, con ese fluir de personas que como el agua de un río bajando por las montañas corre y no se para nunca. Observo desde un escalón alto cómo la marea se mueve y recuerdo la Semana Santa por el centro de Sevilla, recuerdo la feria, recuerdo conciertos, recuerdo las burbujas de los peroles de garbanzos y verduras. Casi empiezo a marearme ante la saturación sensitiva, los olores de sándalo y flores, los colores, los sonidos, el tacto de las paredes, el volumen de las cientos de voces cantando o hablando al unísono cada uno una cosa distinta, el retumbe de campanas que llegan desde todos los sitios y que suenan sin ritmo ninguno, la presencia de los cuerpos que chocan contra mí y me empujan en direcciones opuestas. Empiezo yo también a andar y veo pequeños templetes colocados en los laterales como los de las grandes iglesias. En cada uno, una figura, o dos, o varias, llenas de brazos, de flores, de ropas, de velas, de incienso humeante. Algunos están vacíos y en otros rezan personas haciendo gestos distintos y en ocasiones opuestos: las manos a la cabeza, las rodillas en el suelo, las manos unidas al pecho, reverencias y flexiones. No comprendo lo que dicen pero alguna palabra entiendo, padma, shiva, kali, bahkti, durga, bhujan, sirsa, shanti, recuerdos de los libros y de las clases de yoga. Alguna gente me mira con los ojos fijos en mi cara. Me sonríen con esa sonrisa que no sé si me están riendo por mi expresión confundida o si quieren que me acerquen para decirme alguna cosa o si van a pedirme dinero. Sobre todo me miran ésos que se sientan en corrillos, que observan pasar el tumulto con la seguridad que tiene quien está más que acostumbrado, probablemente brahamanes o célibes o mendigos de ésos que eligen vivir desprendidos de todos y que viven caminando y viajando por toda India.

Un giro me lleva a la entrada del gran torreón granate en cuyo interior está Durga. La fila de cuerpos aplastados unos contra los otros hace que no tenga ganas de ver qué se esconde al final de ella. Una cuerda separa a los hombres de las mujeres, no por deseo divino ni por dogma religioso sino porque así las mujeres pueden estar más tranquilas de los envites masculinos. Veo que Elena está en la fila. Lleva una flor de loto y tiene el semblante devoto, perdido, concentrada en lo que está viviendo, recordando las pujas que hacen antes y después de la danza, porque en la India todo lo que se hace en la vida tiene algo religioso. Miro desde un lateral cómo paso a paso se acerca a Durga y desde la distancia observo flores saltando sobre las cabezas de las personas, y me viene recuerdos de las azoteas y las terrazas de Triana derramando pétalos de rosas al paso de un palio de tantos. Me maravillo de cómo a 10.000 kilómetros de distancia las cosas son tan diferentes que en realidad son las mismas. De cómo no entendí el Bahkti Yoga hasta que no vi llorando a una mujer emocionada ante el paso de un Cristo en Semana Santa, de cómo la devoción pura, la emoción ante algo, aunque sea sencillamente un trozo de madera pintada, te vuelve mejor persona, te remueve el alma por dentro, de cómo la cacofonía de sensaciones e ideas explosivamente aglomeradas que se vive en esos momentos sorprendentemente te llevan al silencio más profundo, a la íntima conexión con la realidad invisible que ni se ve ni se entiende. De cómo eso que llamaba intelectualmente idolatría puede llegar a esconder una vía directa hacia el alma tan científica como incomprensible.

Baja el telón y cambia la escena. Me veo, ahora sí, también yo mismo, esperando en una fila que conduce hacia otro templo. Es de día, el sol reluce, el tiempo es casi veraniego. Frente a mí, el templo de Shiva, blanco de un mármol moderno, brillante en medio de un parque de césped y árboles verdes. La torre, alta y serrada, reluce como si fuera un faro, atrayendo a los devotos entre los que yo me encuentro. Os ahorro la casi una hora de camino pasito a pasito y os sumerjo directamente en el interior del recinto, fresco, pétreo, gris, duro, de marmóreo y retumbante eco, de paredes con inscripciones de un cierto poema épico que cuenta las andanzas de Rama, reencarnación del Dios Vishnu. Los olores son también duros como ecos en los muros, añadiendo al incienso y las flores una cierta frialdad de agua. Me doy cuenta que no me equivoco cuando se me abre la vista al recinto sagrado: la cola de gente rodea con expectación creciente la oscura figura del Lingam, el montículo de Shiva, un cilindro de cima redonda que se eleva desde una matriz rodeada por un riachuelo de agüilla blanca y lechosa, líquido que cae en hilillo desde una olla gigante hacia la punta del pene. El brahman que lo custodia recoge las ofrendas florares y hace un rito con ellas. El tumulto es insoportable mientras más me voy acercando, los empujones son fuertes, tengo que tirar de fuerza para no caerme allí mismo. Las mujeres son las más exaltadas y las niñas, las más animosas. Elena deja una flor y hace una reverencia llevándose las manos unidas al centro de su cabeza, y yo lucho por no abatirme y por seguir caminando. El alboroto es tremendo, la confusión, absoluta, los golpes, los empellones, las voces cantando u orando, las inflexiones de cuerpos, los colores, los olores, el agua y la leche cayendo, el río, la gente y el pene, todo se mezcla y retuerce, quiero salir de allí pero no quiero irme sin probar el agua, la gente pelea por tocarla y por llevársela a la boca, las mujeres que estaban al lado me toman la delantera, los codazos de las niñas me quitan del que era mi sitio, peleo por llegar al riachuelo y hacer lo mismo que ellos, lo consigo, toco el agua, me llevo un poco a la boca y el resto dejo que resbale por mi pelo. Y, de pronto, inesperado, veo por el rabillo del ojo que el Brahman coge una guirnalda y la lanza hacia el espacio, y acto seguido siento que cae justo en mi cabeza. La escena me paraliza y hace que por dos segundos quede quieto como un imbécil, preguntándome qué ha pasado, qué es lo que he hecho de bueno o de equivocado para tener el honor -¿o el estigma?- de llevar un collar de flores bendecido por el Dios Shiva.

Salgo por fin del recinto. Me digo “esto es un regalo, no entiendo de quién o por qué pero sin duda es un regalo” y me lo ajusto hacia el cuello. Sorprendentemente, me siento bien, sereno, tranquilo, relajado. Bahkti yoga, la devoción pura, la confusión porta a la calma, la confusión al orden irracionalmente científico.


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