viernes, 18 de febrero de 2011

Antes de empezar la performance...


La performance está a punto de empezar. El teatro está lleno, o casi, y es enorme, el más grande de cuantos haya visto hasta ayer en Delhi. Una señora vestida con un saree maravilloso que brilla entre el naranja y el rosa hace las presentaciones. Sobre un power point grotesco aparecen las frases y fotos que describen la compañía de danza, su historia, su guru, sus motivaciones y los bailes que hacen. El show va a comenzar en breve, se apagan las luces, se enciende la escena, pero antes, ¡un momento! Falta una cosa, un detalle, algo importante, algo sin lo cual no se empieza.

“Invitamos a Radja Padmaj” (el nombre me lo estoy inventando) “miembro del parlamento nacional a que suba al escenario y encienda el fuego ceremonial”. De las primeras filas se levanta la señora, mediana edad, aspecto solemne, con su saree de colores amarillo y verde. La acompaña otra mujer, más joven, que hace las veces de precursora y guía. Los aplausos se apagan mientras se paran enfrente de una vara alta cuanto una persona de color dorado, una columna retorcida y delgada que termina en seis brazos que sobresalen afuera. La mujer más joven coge unas cerillas y enciende un trozo de cartulina blanca. Se la pasa a la parlamentaria que, ceremoniosamente, con esa despreocupación ritual tan característica de India, enciende los seis brazos de la vara dorada. Al momento se desata un humo espeso hacia lo alto, una nube gris que se diluye en la altura del inmenso espacio del techo del teatro. La mujer más joven le coloca a la otra una especie de chal sobre los hombros, una escena que he visto multitud de veces y que ayuda a honrar a los que lo merecen. Y, ahora por fin, puede empezar la performance.

Entonces la cabeza me estalla. No puedo evitar pensar la imposibilidad de estas cosas en Europa. ¿Un miembro del parlamento honrado en un espectáculo de danza? ¿Unos aplausos para alguien que está en el debate político? ¿Un acto religioso -sí, religioso- llevado a cabo por una parlamentaria de un estado laico antes de comenzar una gala y sin la cual no se empieza? ¿Una humareda tremenda en un recinto cerrado, y además con la excusa de un ceremonial devoto? ¿Una danza -la que vendrá en seguida- en honor al dios Shiva y a su esposa Parvati que será continuado por unos derviches turcos girando sobre sí mismos celebrando 800 años de amor a Dios en el marco de un festival donde se han visto flamenco, ballet ruso y baile moderno?

Me sorprendo de nosotros mismos, y me refiero a Occidente. Nos creemos con derecho a juzgar a los otros -a esos que llamamos “tercer mundo”-, a darles lecciones de progreso, de derechos y de democracia, cuando no somos conscientes -o no queremos serlo- de nuestras propias medianías, de nuestra vulgaridad tremenda, de nuestra decadencia continua y de todas nuestras contradicciones.

Aquí la religión es sagrada porque es parte de la vida misma. Aquí no te juzgan si eres de una parte o de la otra. Aquí las tensiones y miedos se diluyen en la cotidianidad diaria. Occidente tiene miedo a todo. India, ni siquiera lo piensa.

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